Aventuras y desventuras de una sociópata en atletismo
Aventuras y desventuras de una sociópata en atletismo
La morcilla runner soy yo, por si a alguien no le ha quedado claro. No es una metáfora muy sutil, pero es la que más se asemeja a la realidad por dos motivos:
-Uno: La forma.
-Dos: El color.
Primero, una breve introducción del porqué una persona que siempre se escapaba de la clase de gimnasia (perdón, Educación Física) para fumar y no es partidaria de castigar las rótulas a partir de los cuarenta, haya acabado metiéndose en este berenjenal.
Este año, al decidir las extraescolares con las niñas, surgió la idea del atletismo. La mayor, que no tiene un buen referente deportivo en cuanto a madre se refiere, insistió en las ventajas de hacer vida sana. Supongo que su verdadera motivación es no acabar como yo, que me muevo menos que Epi y Blas en una cama de velcro.
Podría decir que es por motivos laborales, pero mentiría. Soy de naturaleza vaga.
Las palabras de mi hija removieron mi conciencia y decidí acercarme al Polideportivo, ese lugar desconocido al que todo el mundo peregrina a partir de las cinco. Estaba yo haciendo la cola de la matrícula cuando se me encendió la bombilla: “Paloma, ya que vas a pasar todo el año congelándote el culo con el cemento de la grada, ¿por qué no haces algo útil con tu vida humana y te apuntas también?”.
“Que buena falta te hace”, añadió una voz interna clavadita a la de mi madre.
Entrecerré los ojos y me visualicé sentada a la intemperie en pleno mes de febrero en un rictus de frío eterno como Jack Nicholson al final de El resplandor. Morir congelada no era una opción y decidí inscribirme en un arrebato superviviente.
Así de estupendísima me veía yo corriendo (una vez que hubiera pillado fondo, sea lo que sea el puñetero fondo).
El primer día llegas a la pista con mucha energía y optimismo. Aún no imaginas lo que te espera. Mientras finges que sabes estirar los músculos, lo primero que notas es que desentonas ante tanto colorido. Todo el mundo lleva ropa que no puedes mirar directamente y tú, de negro porque estiliza, más bien pareces una viejecita siciliana viuda.
El monitor empieza un “sencillo” ritual: rodillas arriba, talones al culo, que si ahora de lado, que si ahora cambio de ritmo, venga, unas progresiones… A los cinco minutos notas los estertores, pero no quieres darte a conocer el primer día muriendo en el calentamiento.
La gente se pone a tu lado e intenta entablar una agradable conversación sobre el tiempo y minucias de ese calibre, pero desisten cansados ante tu total ausencia de respuesta.
Desde aquí, no es nada personal.
Aunque sí es cierto que soy bastante antisocial y poco dada a las conversaciones de ascensor, si no os hablo es más por miedo a que se me encharquen los pulmones, simplemente. Como comprenderéis, en esos momentos prima la integridad física a la buena educación. De todas formas, el color fucsia brillante de mi cara debe delatarme porque la gente se aleja trotando sin guardarme rencor.
Sobrevives al calentamiento y, aún no lo sabes, pero es cuando empieza lo bueno. El entrenador nos informa de que vamos a correr 25 minutos alternando las vueltas con flexiones, comba, subir y bajar la grada y abdominales.
Una chica de tu grupo inicia una “protesta” aleteando las pestañas y arrastrando las últimas sílabas de cada frase: “¡Caraaaay! ¿25 minutooooos? ¿Nos quieres matar o quéeeee?”. Se nota que lo está diciendo en broma y de paso está coqueteando con el entrenador así que todo el mundo le ríe la gracia.
Tú no.
Tú no te ríes.
Tú estás intentando contener las lágrimas. El entrenador, preocupado, te mira de reojo: “¿Todo bien?”. Asientes con los ojos empañados.
Comienza la primera vuelta. A pesar de los resoplidos, escuchas despropósitos como: “venga, sin apretar, que tenemos para rato” mientras te pasan veloces y lozanas como gacelas, moviendo sus carnes tersas embutidas en lycra. Visualizas algo de celulitis en las piernas de una gacela y una parte de ti, muy cabrona, se alegra y se viene arriba. La alegría, sin embargo, dura poco. Te quedas atrás rápidamente. Pero eres prudente y guardas tus energías para el final. Ya las adelantarás tú después en un sprint, ¡JÁ! Entonces, te pasa una señora de 50 años con un perfume floral sobaquero que desestabiliza tu sistema respiratorio, un niño de cuatro años a la pata coja y una oruga y tu ego se desinfla. No ayuda nada que los que “no iban a apretar” te doblen como en la Fórmula Uno. Alguna graciosa te mira de soslayo con una sonrisa y te “anima” en un efusivo: “¡Venga, Paloma, que tú puedes!”. Intentas mostrarle el dedo corazón, pero tienes la mano como una garra y ella lo interpreta como un saludo. Ilusa.
En ese momento hacen su entrada triunfal LOS PROFESIONALES.
Oyes un rugido detrás de ti, como una estampida de búfalos. Son los que se están preparando para el maratón. Suena un ¡HO-HO-HO! ¡ESTO ES ESPARTAAAA! acompañado de unos pitidos para sincronizar sus pulsómetros. Tú te alegras de no llevar uno porque debes estar fibrilando y eso acojona mucho. Te adelantan, se tiran al suelo marcando patata morena, hacen abdominales y mientras tanto ríen y hacen comentarios como: “Bueno, pero 18 km. no son nada… eso te lo haces tú con la punta de la fava” y “esta noche invadiremos Polonia”. Sientes ganas, entonces, de pasarles por encima aprovechando que están tumbados y descargar todo tu peso y tu ira sobre sus abdominales en una especie de vendimia gore de intestinos, mientras gritas “¡No están tan duros, EH??? PUES NO ESTÁN TAN DUROS!!!”, pero un grito te distrae y te saca de la ensoñación:
-Palomaaaaa, ¿todo bieeeen?
Es el monitor, que no las tiene todas.
-¡BFHGSFSG! –contestas lanzando hilillos de baba.
Abre mucho los ojos. Se ha asustado.
Los que venimos de hacer sillonball sólo podemos aspirar a correr de determinada manera.
Cuando sientes que deja de observarte, te metes en boxes y haces un parón para mear. Dos partos y tanto movimiento ascendente y descendente están pasando factura a tu suelo pélvico. Por supuesto, aprovechas para fugarte.
Tus compañeras, que siguen dando vueltas a la pista sin haber empezado ni siquiera a sudar, te descubren. Murmuras algo sobre calor y flato y haces mutis por el foro. Mañana será otro día.
Por la noche, tirada en el sofá como si te hubieras caído de un quinto y tu hija de doce años haciendo la cena al verte incapacitada, oyes un pitido. Te han invitado al grupo de whatsapp “Grupo de atletismo”.
La emoción te embarga. Ya eres una “runner”. Es oficial.
Una parte de ti se alegra de sentirse integrada, pero espera… eso es una responsabilidad muy grande. Ahora vas a tener que informar a todo el mundo de los kilómetros que haces DIA-RIA-MEN-TE, dedicar tus fines de semana a hacer carreras populares y después comprobar tu posicionamiento en el periódico, colgar fotos de tu reloj con las calorías que quemas y de tus zapatillas en la cumbre de una montaña, abrir un blog para informar sobre tus progresos, escribir posts de superación muy profundos en Facebook con mogollón de comas y puntos suspensivos, etcétera, etcétera...
¡Uf! ¡Qué pereza!
¡Y ni siquiera tienes sitio en casa para colgar las medallas y trofeos que ibas a ganar seguro!
Mejor abandono el grupo y voy a comprobar si queda cerveza en la nevera, que va muy bien con la hamburguesa que me voy meter entre pecho y espalda. Eso de correr da hambre, oye. Y además, igual hasta voy a resistir la tentación de bebérmela sin fotografiar la botella y compartirla con todos vosotros.
Llamadme rebelde.
Este artículo lo ha escrito...
Paloma Aínsa (Gandía, 1974) se licenció en Psicología en la Universidad de Valencia y trabajó durante 5 años en prevención de drogodependencias. El equipo al que perteneció fue premiado en varias... Saber más...