Doctor, mi niño no me lee

Doctor, mi niño no me lee

Si leer es una de las mejores y más divertidas actividades que pueden practicar nuestros hijos y todos los padres queremos lo mejor para ellos ¿por qué nos cuesta tanto conseguir que lo hagan? ¿Por qué es casi más difícil que conseguir que coman brécol?

Hace poco una conocida me pidió consejo, la muy inconsciente. Tenía un gran problema con su hijo de cinco años: el niño no tenía ni el más mínimo interés en coger un libro. Y mucho menos en abrirlo, claro. “Como tus hijas leen tanto…”, me comentó, “pensé que lo mismo me podrías explicar cómo conseguir que lea más”

Nunca me he considerado ninguna autoridad en este tema, ni voy por mi barrio actuando como si tuviera un consultorio “a lo Elena Francis”. Es más, no tengo ni idea de pedagogía y mi táctica para educar a mis hijas se basan en tres sencillos pero eficaces pilares:

-El Rincón de los Aburridos.

-El halago a mansalva cuando hacen algo bien.

-El estricto cumplimiento de mis promesas siempre, para bien y para mal, incluso cuando implica NO ir al cumpleaños de su mejor amiga porque, tras amenazarla repetidamente con el asunto, ella se ha empeñado en portarse fatal.

En resumen: no tengo ningún truco en mi chistera de trucos para explicar por qué mis hijas leen un montón.

¿O sí?

Tras frotarme varias veces la nariz, al más puro estilo Viki el Vikingo, le hice una sencilla pregunta: “¿Tú lees?". Ahora mismo no recuerdo bien la respuesta pero fue algo del estilo “me gustaría, pero no tengo tiempo”, “ya si eso…”, “una vez abrí un libro en B.U.P…” o algo así. Vamos, que no leía nada.

“Equilicuá”.

Ahí estaba el origen del asunto.

Padres que no leen pero que están obsesionados por conseguir que sus hijos lean.

Padres que van a la Feria del Libro en busca y captura de un libro de Jerónimo Stilton pero que jamás se plantean comprar algo para ellos (y mucho menos hacer algo de caso a esa pobre escritora que está allí delante de la montaña de libros infantiles intentando vender su trabajo y lleva una vida muy perra).

Está claro: si tu hijo nunca te ha visto con un libro en la mano lo mismo no sabe para qué sirve o cómo se usa.

Si eres uno de esos padres no necesitas seguir leyendo más (qué alivio, ¿eh?) para conocer el origen de tus problemas. Ya lo sabes: el primer paso para conseguir que tus hijos lean es leer tu mismo. Delante de ellos. Mucho. O algo, al menos.

Pero si eres un padre lector o un amante de las letras (y por eso estás en esta web donde hacemos los textos tan largos), te preguntarás qué mal has hecho para que tu hijo le tenga más miedo a leer un libro que tú a poner Telecinco en la franja horaria de Sálvame.

La verdad es que no tengo muy clara cuál es la solución, pero sí que la lectura nunca debería ser un castigo o una obligación. Obligar a leer a nuestros hijos es lo peor que podemos hacer para conseguir que le cojan gustillo a los libros. Así que sólo nos queda una opción: hacer de la lectura algo atractivo. Pero, claro, eso es cada vez más difícil teniendo que competir con Hora de aventuras (que es realmente genial, ya que estamos), la Playstation, las tablets y sus mil chorraditas diseñadas para que perdamos el tiempo o las drogas que están por venir.

Mejorar la comprensión lectora de tus hijos es vital si quieres que aprendan a buscarse la vida antes de los 30.

Aunque no recuerdo habérmelo planteado nunca, sí sé cómo empezó la campaña Leer Es Genial en mi casa. El primer libro que entró era de colores brillantes y grandes ilustraciones de una ratita llamada Maisy. Mi hija mayor tendría por entonces ocho meses y todas las tardes, concretamente en ese horrible momento conocido como La Hora Tonta, le enseñábamos el cuento con muchos aspavientos con la esperanza de que dejara de llorar por todo. Con el paso del tiempo, lo que comenzó como un recurso para sobrevivir hasta el momento del baño, se convirtió en una bonita costumbre.

Pasado un año ya era imposible hacer el ritual de irse a la cama sin que hubiera un cuento implicado en la logística. Y la montaña de libros iba creciendo, en parte para que los padres no nos tiráramos por la ventana cada vez que escuchábamos la palabra “Maisy”. Cada vez que íbamos a una librería a comprar algo para nosotros, también comprábamos algo para ella. Pero también cuando se portaba bien, cuando era su cumpleaños, cuando era un día especial…

En resumen: los cuentos se convirtieron en un premio.

Cuando nació la segunda niña no hubo ninguna razón para que la rutina cambiase. Es más, mi hija pequeña comenzó a tener Cuento de Buenas Noches a partir de los tres meses de edad y el mismo trato que la mayor cada vez que íbamos a una feria del libro o a una tienda. Aunque la mayoría de las veces el cuento acabase requetechupeteado y lleno de mocos. El momento de irse a la cama no era una guerra porque implicaba un rato a solas con papá o mamá leyéndote un cuento.

Leer un ratito antes de ir a dormir significa que tú también podrás reírte con las increíbles aventuras de Tino el cochino, de David Roberts (Ed. Molino).

Y de repente, llegamos a ese momento crítico, el que puede hacer que tu hijo pierda el placer por los libros para siempre: el momento en el que les enseñan a leer. ¡Ojito, cuidado! Aprender a leer requiere esfuerzo y práctica y no es lo mismo que te lean un cuento que tenértelo que leer tú solito. Enterarte de una historia leyendo a velocidad de tortuga y juntando las letras con mayor o menor habilidad puede llegar a ser muy frustrante para un niño.

Ahí es donde entraron a jugar mis habilidades como creativa publicitaria y me convertí en algo parecido a un vendedor de feria. Durante días y días, semanas y meses, me dediqué a vender a mi hija mayor los argumentos de todas las historias que yo me había leído de pequeña. Vamos, lo que se conoce como “ponerle los dientes largos”. Aprovechaba las cenas en familia para contarles (con grandes aspavientos porque soy muy treatera) lo maravillosa que era Ana de las Tejas Verdes y el lío en el que se había metido cuando se dejó la tarta sin tapar y se cayó un ratón dentro. O lo bien que se lo pasaban Los Cinco cuando alquilaban una caravana y se recorrían el campo en busca de aventuras. O aquella maravillosa historia de un grupo de niños que decidió pintar caramelos con pintura verde y venderlos diciendo que eran Caramelos de menta. “Cuéntanos más”, me pedían las dos entre cucharadas de puré, pero siempre me negaba y les decía lo mismo: que sería mil veces más divertido si lo leían ellas en persona. Siguiendo esta línea de vender la lectura a toda costa, las librerías no eran tiendas de libros sino sitios mágicos donde pasaban cosas realmente extraordinarias. Ir a la Feria del Libro era un acontecimiento excepcional. Cada vez que era el cumpleaños de algún niño siempre íbamos juntas a comprar un libro para regalar y nos pasábamos horas debatiendo cuál era el más adecuado teniendo cuenta lo que sabíamos de él.

Juega bien tus cartas, cuéntale lo más emocionante del argumento, déjale en suspense y terminará cayendo en las garras de un buen libro.

Ahora mis hijas son mayores y hemos pasado de los libros de ilustraciones a los de Harry Potter y a los tebeos de Astérix. Se pasan el día interrumpiendo a su padre en el despacho para preguntarle cuál es el volumen de Calvin&Hobbes que merece la pena leer antes y saben quién es El pequeño Nicolás. Todavía no les hemos dejado leer a Julio Verne o a Sir Walter Scott porque pensamos que anticiparse puede ser perjudicial en algunos casos. Pero les hemos hablado de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Ivanhoe, de El misterio del cuarto amarillo y hasta de las hermanas Brönte. Y todas son historias increíbles que ellas saben que les están ahí esperando, en el momento adecuado.

Así que aqui va mi consejo ( si aún estáis a tiempo): vendedles la lectura como si fuérais vendemotos de un anuncio de la Teletienda. Para conseguirlo tendréis que:

1.- Despertar su interés con una buena combinación de argumentos, demostraciones, etc.

2.- Dar muestras gratuitas como, por ejemplo, leerles cuentos a la hora de dormir.

3.- Aprovechar cada ocasión que tengáis para facilitar la compra de producto.

4.- Y desacreditar a la competencia. Por ejemplo, cada vez que vayáis al cine a ver una adaptación murmuraréis “que la película no le llega ni a la suela del zapato al libro”.

Así es La Celestina: un libro estupendérrimo para iniciarse en la lectura en la adolescencia... y abandonarla para siempre.

En resumen, aprovechad bien el tiempo porque antes de que os deis cuenta vuestros hijos se harán mayores y tendrán que leer por obligación en el colegio Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique o La Celestina. Y, ay dios mío, si para ese instante ellos todavía no tienen claro que la lectura es algo maravilloso, podréis perderles para siempre. Para siempre. Siempre... empre, empre, pre, pre.

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Este artículo lo ha escrito...

Rebeca Rus

Rebeca Rus (Madrid, 1974) es creativa publicitaria, escritora, columnista y responsable de la sección de cocina de la Revista Cuore. Es la autora de los libros "Sabrina:1-El Mundo:0", "Sabrina... Saber más...