De calientapollas, zorras y otras especies inexistentes
De calientapollas, zorras y otras especies inexistentes
Vivimos en un mundo en que ser moderno se ha convertido en sinónimo de usar gafas de pasta, bicicleta fixie y barba de abuelo. Y me parece perfecto, que conste, pero no estaría mal que las ideas evolucionasen al mismo ritmo que la estética. No estaría mal dar un primer paso exterminando de nuestro vocabulario conceptos como ‘calientapollas’ o ‘zorra’ porque, al fin y al cabo, solo definen a quien los utiliza.
Tengo una amiga calientapollas. Pero muy, muy calientapollas. La más. No lo digo yo, ojo, lo dicen todos nuestros conocidos. Conocidos en neutro, no solo los chicos. Todas tenemos alrededor a un montón de mujeres que acuden en tropel cuando hay un aquelarre contra una congénere. Fijaos bien que uso el término “conocidos”; por suerte, los amigos son otra cosa. Básicamente, los míos no son unos neandertales de mierda. Porque solo los neandertales de mierda siguen usando el término “calientapollas”.
Mi amiga, la calientapollas, se ha granjeado su fama a pulso. Viste como le da la gana. Es divertida, extrovertida y le pega al ron cosa fina. Siempre tiene una palabra amable y es la típica pringada que le da conversación a ese amigo pesado al que todos evitamos. Pero tiene un defecto; uno muy gordo: solo se folla a quien le apetece. Pecado mortal.
El mayor problema de mi amiga, incluso peor que lo de ser selectiva a la hora de irse al catre, es que está buena. Muy buena, de hecho. Y eso, a según qué horas de la madrugada y con según qué niveles de alcohol en sangre, pone muy bruto al personal. Así que, en cuanto se pega dos bailes, o hace una broma que a los neandertales previamente mencionados les parece “subida de tono” (otro término lamentable, por cierto) o charla un rato de más con algún conocido… ¡zasca! ¡Calientapollas!
He oído de todo sobre ella. «Joder, se pasó todo el rato contoneándose delante de mí y, cuando intenté entrarle, me hizo la cobra». «Estuvimos dos horas de conversación y nada». «Toda la noche mandándome señales y, cuando hice amago, me rechazó». Entre algunas chicas, la opinión no suele ser mucho mejor. «Joder con la tía, va con las tetas en bandeja y, luego, claro…». «Es lo peor, tía, les da esperanzas a todos y luego pasa». Nota importante: en los comentarios de las mujeres, es fundamental decir muchas veces “tía”.
Pero, vamos a ver, almas de cántaro… ¿De qué capítulo de Cuéntame os habéis escapado?
Bailar, un poco pasadita de gintonics, con un escote hasta el ombligo y subida a un taconazo matador es uno de los mayores placeres del ser humano, y solo a la abuela Herminia se le podría ocurrir censurarlo
Pero mi asunto favorito de todo esto es lo de las señales. ¿Señales? En serio, ¿¿señales?? ¡Hola! ¡Bienvenido al siglo XXI, pedazo de gañán! Te voy a contar un secreto que te puede cambiar la vida, que hoy he amanecido generosa: las mujeres no mandamos señales. Cuando nos interesa un hombre, atacamos. Sí, sabemos hacerlo. Aunque luego nos caiga otra etiqueta por el camino. La de zorra, por si no lo has pillado. Pero en serio, que no mandamos señales. Si no nos importa llevar un short con el que se nos ve medio culo (también denominados chochorts) y bailamos hasta el amanecer con una copa en la mano, ¿qué os hace pensar que si estuviéramos interesadas en vosotros no haríamos algo un poquito más concreto que lanzar señales de mierda?
Si es que ponerse ese escote y no irse a casa con el colega de la derecha de la foto, es de una mala educación…
Si una chica baila a tu alrededor, no te está calentando; se está divirtiendo. Es más… probablemente, ni siquiera esté bailando a tu alrededor, sino que eres un puto pesado que está de mirón alrededor del lugar donde ella baila. Si una chica lleva un escote desde el que se le atisba el ombligo, no te está calentando. Las tetas son bonitas, como todos vosotros bien sabéis, así que, si le apetece enseñarlas un poco, es, básicamente, porque son suyas. Y así con todo, porque… ¿sabéis una cosa? Las pollas se os calientan solas. Por Dios santo, si se os calientan contra el nórdico y os levantáis en posición de firmes. A ver si ahora vamos a tener la culpa de eso también.
Lo peor de todo es que librarse de las etiquetas morales es más complicado que deshacerse de las de los tangas de Oysho que, al fin y al cabo, metes tijera y dejan de rascarte el culo. Porque la etiqueta de calientapollas me enerva, pero la de zorra… La de zorra, para empezar, está más demodé que la tarta al whisky.
Es bastante triste pensar que, si ligas con un tipo en un bar, solo tienes dos opciones: o te vas sin llegar a más, con lo cual pasamos directamente al punto “calientapollas”, o te lo acabas tirando y aparece algún Torquemada de baratillo con la palabra zorra escrita en letras escarlata.
Mírala, pobrecilla, qué cara de preocupación se le ve por lo que tú opinas de ella
Crecí en una generación en la que darse dos morreos con un chico sin que hubiera quedado claro el noviazgo, era de zorras. Echar un polvo, ya ni os lo cuento. Y no, no tengo ochenta y tres años. Nací cuando Franco ya estaba bien muerto y enterrado. Pero los noventa eran muy así. Muy de enrollarte con dos chicos diferentes en sábados consecutivos y ser la zorra del instituto forever and ever. Pues, oye, que han pasado veinte años y seguimos en las mismas.
¿Sabéis que pasa? Que, pese a que hay mucho torpe suelto, a todas nos gusta un orgasmo (casi) tanto como el helado de dulce de leche. Ese día en que los planetas se alinean y conoces a un chico guapete (tampoco tiene que ser Jamie Dornan, nos vale un sucedáneo), con el que te ríes un rato, la situación pinta bien y acabas en su casa dándole uso al colchón… ese día nosotras también nos lo pasamos de vicio. Es posible que, a la mañana siguiente, recojamos las bragas con toda la dignidad posible y nos escabullamos sin dejar un número de teléfono. Sí, eso ya no es patrimonio masculino. Porque las mujeres no somos unas calientapollas, ni unas zorras ni, ojocuidao, buscamos siempre una relación seria. Yo, particularmente, soy muy fan de cualquier chica que salga a la calle decidida a acumular un par de orgasmos.
Para concluir, os dejo con la buena noticia. Las etiquetas solo tienen una ventaja: el efecto boomerang. Porque, indefectiblemente, quien llama calientapollas a una mujer, se está autodefiniendo como alguien que lleva mucho tiempo sin meterla en caliente. Y la que le llama zorra a otra mujer por su supuesta (o verificada) promiscuidad sexual, le está gritando al mundo que está muy mal follada.
Este artículo lo ha escrito...
Abril Camino (A Coruña, 1980) es licenciada en dos filologías porque una no le parecía suficiente drama. El origen de todos sus problemas está en ser adicta al sol y vivir en Galicia. Optimista... Saber más...