El Carnaval y otras formas de complicarte la existencia

El Carnaval y otras formas de complicarte la existencia

¿Te gusta disfrazarte? Si la respuesta es afirmativa, conocerás la delgada línea que separa el ridículo del disfrute, el buen gusto de la vergüenza ajena y lo sexy del putón verbenero. Para debatir sobre el tema, el equipo de Glup glup ha unido sus fuerzas para hacer un artículo inspirado en las experiencias personales de nuestros colaboradores. Allá tu si lo quieres leer.

El disfraz reivindicativo de mi vida

Por Rebeca Rus

A la hora de disfrazarse yo soy muchísimo de hacer el ridículo y menos de intentar parecer sexy. Y es que, gracias a la delantera que he heredado de mi madre, cualquier cosa que me ponga, por muy cerradita que sea de escote, me convierte inmediatamente, ya no en algo sexy, sino en un clon de Dolly Parton. En cuanto salgo a la calle, viene la policía y me arresta por Escándalo y Desacato a la Decencia.

Pero el disfraz de mi vida lo lleve hace mucho, mucho tiempo… cuando no tenía escote que enseñar.

Rebeca Rus con perilla en la parte superior derecha de la foto

Corría el año 1986, Vallecas se escribía con “k” y Madrid aún molaba. Todas las madres de familias modestas sabían coser porque las tiendas de los chinos no existían y no había posibilidad de comprar disfraces mal hechos a un precio ridículo. Las zapatillas Victoria eran la última moda y costaban 900 pesetas, su cutre-clon 600 pesetas y por eso yo llevaba las segundas. Desde Europa nos amenazaban con un nuevo impuesto: el Impuesto sobre el Valor Añadido, I.V.A. para los amigos. Yo estaba por aquel entonces metida en un grupo vecinal en la parroquia de una iglesia dirigida por un cura rojo y combativo, el Padre Víctor, que nos dejaba contar chistes en misa y terminó casándose con una señora (¡Desacato! ¡Indecencia! ¡Cómo molabas, Padre Víctor!). El alcalde de Madrid por aquel entonces era Juan Barranco y todavía se hacía el desfile de Carnaval con gran jolgorio por parte de los madrileños, que desconocíamos la que se nos venía encima. Qué nostalgia. Un desfile de Carnaval que recorría el Paseo de la Castellana y en el que fuimos invitados a participar. Como no podía ser de otra forma, el grupo parroquial del Padre Víctor decidió aprovechar la oportunidad de mandar a unos niños al desfile para hacer denuncia social. Exacto: nos convertimos en un planfleto contra el nuevo impuesto, contra el I.V.A.

Y fue así como terminé siendo un ladrón más en la comitiva de El IVA-VÁ y los 40 ladrones. En la foto aparezco con mi hermana pequeña y las que eran nuestras mejores amigas por aquel entonces, todas luciendo lo que nuestras madres pensaban que era un traje de ladrón de Las mil y unas noches (mi madre aprovechó la tela que le sobró de hacer las cortinas del salón, era una mujer achuchada y las circunstancias le habían obligado a pertenecer a La Cofradía del Puño Cerrado) y con barbas pintadas con el sencillo método de pasar un corcho quemado por la cara. Apenas tengo recuerdos de aquel desfile, sólo breves fogonazos y la sensación de que me reí mucho. Pero hoy me gusta pensar que ya con la tierna edad de once años, estaba anticipándome al futuro que nos esperaba, que ya tenía claro quiénes eran los ladrones.

 

Cuando tu familia es tu peor enemigo

Por Anna Casanovas

Odio disfrazarme, lo odio con todas mis fuerzas. De hecho, tengo el sentido del ridículo, propio y ajeno, tan desarrollado que soy incapaz de ver un capítulo entero de Mr.Bean de lo mucho que sufro por el pobre hombre. Por este mismo motivo cuando tenía trece años y la tutora de octavo de EGB dijo que ese año, ya que éramos los mayores, era optativo disfrazarse salté de alegría. Alegría que me duró muy poco porque mis amigas de esa época (algunas todavía lo son a pesar de eso) decidieron que íbamos a disfrazarnos de Rainbow Brite. Si tenéis la suerte de no saber qué o quién era Rainbow Brite no lo busques, tendrás que arrancarte los ojos. Además, en esa época no fingíamos que sabíamos inglés y todo el mundo pronunciaba el nombre de la pobre Rainbow como quería. Ese fatídico día, el día de Rainbow Brite, marcó el que se ha convertido en mi sino; disfrazarme en contra de mi voluntad cada dos por tres.

Yo odio disfrazarme, ¿lo sabes, no? Pues al parecer en mi familia nadie se ha dado cuenta o han decidido ignorarme por completo. ¿Mi hermana pequeña Julia quiere celebrar su santo/fin de curso/ que ha llegado el verano o que sale el sol por las mañanas? Organiza una fiesta donde es requisito indispensable acudir disfrazado de hawaiano o hawaiana . En serio. Y bueno, si tienes dieciséis años y llevas dos semanas de vacaciones tomando el sol, pues la falda de flecos de colores no te queda del todo mal. Pero cuando te has pasado el último mes encerrada en casa trabajando el efecto es aterrador. Y sí, siempre está la opción “vengo a la fiesta como quiero”, pero entonces tu hermana te mira con ojos de Bambi y quedas como la rara y la sosa de la familia. 

Sigamos con mi teoría de que mi familia me odia. Mis padres celebraban años de casados, muchísimos, y con mis hermanos les montamos una fiesta. Hasta aquí todo bien, todo normal. Hasta que de repente, y sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, era una fiesta de los ’70 en la que todo el mundo, repito, todo el mundo, tenía que ir disfrazado de algún personaje de esa época. No se valía ir de hippy sin más, no, tenías que ir a lo Joan Baez.

Un ejemplo más, hace poco, demasiado poco, otra de mis hermanas cumplió 30 años, el 4 de enero para ser exactos. Yo pensé que nos invitaría a cenar algo ligero, acabábamos de sobrevivir a la Navidad y nos acechaban los reyes. Pero un domingo María, mi hermana, dice que para celebrar su cumpleaños monta una fiesta de disfraces cinematográficos. Lo ves, me odian. Intenté buscar una excusa, le dije que iba en contra de mi religión, pero me utilizó la frase maldita <<por favor, Anna, me haría mucha ilusión>> y esa misma noche buceé por Amazon en busca de un disfraz cinéfilo. Y, no te lo pierdas, esta última vez fue “el más difícil todavía” porque las parejas tenían que ir conjuntadas. En fin, que Marc y yo terminamos acudiendo a la cena disfrazados de Peter Pan y Campanilla, bueno, él iba de Peter Pan, yo iba de Stripper-Campanilla porque no sé qué diablos les pasa a los señores que diseñan disfraces pero creo que solo trabajan para los clubs nocturnos y las despedidas de solteros.

Después de todo lo que te he contado supongo que entenderás que mañana no me disfrace y que se me pongan los pelos como escarpias solo de pensarlo… Maldita sea, seguro que dentro de nada alguno de mis hermanos organiza otra fiesta temática.

Aquí puedes comprobar que no me equivoco al decir que los disfraces de mujer deberían incluir la palabra “stripper” en la descripción. 

 

Aladdin sin genio ni lámpara

Por Ana Cantarero

Una de las peores desgracias carnavalescas que puedes sufrir cuando eres niña es: no tener ni un ápice de sentido del ridículo, alma de farandulera y una madre modista. Y cuando digo modista, no hablo de la que hace arreglos por tres euros. Mi madre podría ser Sira Quiroga en ‘El tiempo entre costuras’, una virtuosa de la aguja y el dedal, con el ingenio de una expía. Te preguntarás por qué era yo tan desgraciada entonces. Pues bien, porque mi señora madre odiaba el carnaval y mucho menos, confeccionarme el vestido de ‘Sissí , emperatriz’ con el que yo soñaba, sobre todo después de trabajar toda la semana diez horas en un taller de costura a cien pesetas la hora. Estaba claro: las hadas madrinas de las niñas humildes vuelven agotadas de un duro día de hacer hechizos para otras.

Pero cuando me hice mayor y volví a dar la calda a mi hada, está me desveló el mejor conjuro que se le puede dar a una hija: “Mira Ana Mari, yo no soy tu genio de la lámpara que por arte de magia te hace un vestido de la nada. Eso son horas de trabajo. Y si lo fuera, no voy a estar contigo toda la vida para sacarte las castañas del fuego. Eres lista y tienes dos manitas”. Y así fue como se me ocurrió disfrazarme de Aladdin, aun sabiendo que mi genio de la lámpara no me iba a echar un cable. 

Compré un rectángulo de corcho y le hice en el centro una circunferencia con las medidas de mi cintura para meterme dentro. Lo forré con tela que simulaba una alfombra y le pegué unos faldones azules con dibujos de nubes. De esta manera, no se me veían las piernas y podía simular (echándole bastante imaginación) que yo iba sentada en la alfombra mágica surcando los cielos. En la cintura me coloqué un fajín al que cosí dos piernas cruzadas rellenas de espuma. Para ser sincera, me quedaron un poco celulíticas, pero todo el mundo comprendió que el muchacho tenía muy mal la circulación debido a las muchas horas volando en su alfombra mágica. Más hubiera querido él que en su época se llevaba el drenaje linfático combinado con el Thiomucase.  El resto del atrezzo ahora lo puedes comprar en un ‘chino’ (por si estás pensando en copiarlo).

En fin, ni decir tiene que gané el premio al disfraz más original; no en la fiesta del Círculo de Bellas Artes de Madrid (como me hubiera gustado) pero yo lo disfruté igual, en la discoteca ochentera de un diminuto pueblo de Cuenca. Estaba orgullosísima porque descubrí que no tenía esas joyas por manos que tiene mi madre, pero había heredado de ella algo más importante: su constancia y creatividad. ¡Ah! Por cierto, en mi fiesta de graduación de la universidad llevé el vestido más alabado. Debe ser que las hadas madrinas de las niñas humildes hacen su mejor hechizo cuando están orgullosas de sus cenicientas.  

 

Mamá… ¿por qué me haces esto?

Por Elisabet Benavent

Hay pocos tipos de disfraces para mujeres. En realidad, hay sólo dos tipos de disfraces: los que te entran por los ojos con falsas promesas de parecer sexy y los de moscorrofio del desierto. Yo prefiero los segundos, porque total, con los primeros siempre me siento frustrada. Una cosa es plantearte la idea de parecer una bruja sexy, una enfermera sexy, una pirata sexy... y otra muy diferente es conseguirlo. En mi caso el resultado siempre se parece sospechosamente a una croqueta. Coqueta, siempre; croqueta, también. Los de moscorrofio, por su parte, son esos disfraces absurdos y un pelín frikis como M&M amarillo (el relleno de cacahuete, ¡por quién me tomáis!), botella de ron o pieza de dominó, que igual no son estéticamente súper deseables, pero son cómodos, suelen disimular lorzuela y da igual que acaben destrozados después de arrastrarlos por el suelo de un garito (por el que realmente te has arrastrado tú después del séptimo chupito de Jagermeister), porque total los hiciste con cartón, pinturas La Pajarita y cero dignidad.

Yo he cometido el error de disfrazarme muchas veces en la vida. Error, sí, porque al final ves las fotos (sobria) y dices “¿Por qué yo, señor?”. De india, de tailandesa (y con esto quiero decir con el traje tradicional de Tailandia, no de masajista erótica), cabaretera, nadadora de los años 20, folclórica asesina… pero siempre hay un disfraz que supone un antes y un después en tu vida y por el cual es muy posible que termines teniendo que ir al psicoanalista… y suele ser ese que no eliges tú, sino que elige tu madre. Como ir vestida de fallera no se considera disfraz, paso de explicaros la tortura del corsé, los postizos sobre las orejas, las horquillas y la mantilla y voy directa al siguiente en la lista.

Fue a mis nueve años. Fiestón en el cole. Alguien tiene la brillante idea de disfrazar a todos los alumnos con temática circense. Se reparten “aleatoriamente” los papeles. Eso forzosamente iba a terminar mal. ¿Es que nadie lo vieron venir?

Las delgaditas y monas terminaron de majorettes. Yo, como tenía reservas por si me mandaban al desierto y tenía que subsistir sin alimentos, caí en el cajón desastre de los que “no son tan monos” y me tocó ir de tigre. ¡De TIGRE, por el amor de Christian Dior! Y tan elegante atuendo se componía de un mono de estampado leopardístico que haría las delicias de las habituales en Fabrik los sábados noche, unas zapatillas de ballet negras y unas orejitas. Vale, las orejitas eran monas, pero alguien debió decirle a mi madre que no le diera a mi hermana el tremendo poder de pintarme la cara para la caracterización. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad y mi hermana tenía dieciséis años.

Shakira se inspiró en esta foto para su video clip de "Loba"

Bueno, no voy a ser cruel, que mi hermana se lo curró. Al reunirnos todos los alumnos hasta yo, con nueve años, me di cuenta de que los peor parados eran los leones, cuyas melenas parecían la mustia pelambrera de Toni Genil.

En realidad, ahora que lo pienso (dios, me siento como Clarice recordando su trauma con los corderos), la humillación no era el disfraz en sí, sino tener que hacer como que gruñía de cara a un “domador” de siete años con chistera, saltar a través de un Hula Hoop y la foto de recuerdo, en el suelo de casa de mis padres, en actitud rampante.

Vale. Después de esto creo que me voy a dar al alcohol. Cualquier excusa es buena, ¿no?

 

Nunca me he disfrazado en carnaval (pero no es culpa mía)

Por Claudia Velasco

En 1816 el presidente de Chile, Casimiro Marcó del Pont, prohibió mediante bando la celebración de los carnavales en el país, por culpa, según él, de: “Los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta Capital en los días de Carnestolendas (carnaval) principalmente por las gentes que se apandillan a sostener entre sí los risibles juegos y vulgaridades de arrojarse agua unas a otras…”.

Este señor tan simpático despojó entonces a su país de la juerga en febrero y unos años después a mí, del tentador placer de disfrazarme un viernes de carnaval.

Yo crecí en Santiago de Chile viendo eso de los carnavales por la tele, intuyendo en el fondo de mi corazón que aquello era algo decadente y sórdido (para que veáis que las influencias culturales, ancestrales, marcan) pero planificando el disfraz que un día, cuando viajara y viera mundo, me pondría en carnaval. Lamentablemente, y aunque vivo en Europa desde los diecinueve años, nunca he conseguido asimilar la fiesta, ni disfrutarla de manera integral y a pesar de haber estado en carnavales maravillosos, como el de Cádiz, aún no me he disfrazado un viernes de carnaval, pero no pierdo la esperanza de que un buen día debutaré, me pondré guapa y saldré a desmelenarme en carnaval disfrazada de lo que más me gusta en el mundo mundial: Scarlett O’Hara.

Soy una mega fan del libro de Margaret Mitchell, lo he leído cuatro veces y la peli la he visto cientos de veces, para mí es lo más y ella, Scarlett, que es una canalla de manual, me parece una visionaria, una feminista en ciernes que tuvo que usar todos los medios a su alcance para triunfar y, además, vestía maravillosamente bien. Al menos a Vivien Leigh la vistieron maravillosamente bien para la peli y yo quiero uno de esos vestidos como primer disfraz de carnaval.

¿Cuál de ellos? Me quedo con el verde oliva, de terciopelo, que Scarlett se confecciona con las cortinas de Tara para ir a Atlanta, embaucar a Rhett Butler y conseguir de él, el dinero que necesita para pagar la contribución al nuevo gobierno de la Unión, que pretende quitarle su plantación.

Ese es mi traje soñado, el mejor disfraz al que puedo aspirar para debutar  un viernes de carnaval. Perfecto para pisar como una heroína sureña esas calles atiborradas de gente que, espero, no les dé por arrojarse agua unas a otras, como decía mi ancestral paisano Marcó del Pont.

 

Ser friki ¿Se nace o se hace?

Por Javi del Campo

Yo no sé ni que año era, pero yo era jóven aún para saber lo que era el frikismo supremo en el que vivo a día de hoy. El caso es que desde bien pequeño tengo recuerdos de haber sido disfrazado sin mi permiso. Creo recordar que durante mis años de jardín de infancia mi madre (con la sospechosa colaboración de mi hermana) me disfrazo de Miliki. Sí amigos, como lo oís. Nuestro querido payaso de la tele en versión miniaturizada. No me sentía agusto. Aunque el disfraz de payaso siempre me ha sentado bien, hasta el punto de desarrollar el papel a diario sin necesidad de disfraz, en esa ocasión me vino grande. Todo acabó llanto y mal rato. Lo que si os puedo asegurar es que mientras los demás niños llevaban los grandes clásico de las tiendas de disfraces (pirata, el zorro y princesa), yo llevaba algo único, raro y diferenciador. Valores que se aproximaban a los que el frikismo defiende. Y yo sin saberlo.

El siguiente recuerdo carnavalesco que tengo, ya despunta. Tampoco me acuerdo que año era, pero era un año. En mi ciudad había un concurso de disfraces infantil por carnaval en la plaza del Ayuntamiento. Las madres de algunos amigos del barrio decidieron que fuéramos al concurso, algunos con disfraces más currados que otros, pero disfrazados al fin y al cabo. Para esta ocasión, jugó un papel fundamental el amor que sentía por aquella época (y que aun siente) mi hermana por Jonny Deep. Así que tras cuatro horas de maquillaje y vestuario, aparecí por el concurso vestido de Eduardo Manostijeras. No me quedaba mal del todo, pero no gané. Mientras mis amigos iban disfrazados de payasos, yo iba de un personaje de ficción de Tim Burton, lúgubre y oscuro. Un exponente friki a todos los efectos y muy diferente a los demás. Pero en lugar de excluirme, mi disfraz causó admiración entre la muchachada. El princpio del fin.

Pedimos perdón por la calidad del documento pero no teníamos presupuesto para más

Ahí cambió todo para mí. De entre todas las riquezas culturales que puede tener y desarrollar un friki, la de disfrazarse no la practican todos. Pero a mí ese espítiru me embaucó. No sé si alimentado por mi hermana y sus destellos de genialidad a la hora de elegir disfraces, o porque lo llevaba en la sangre, pero ahí ha quedado. En los años posteriores, y siendo ya un adulto (o pareciéndolo) me he disfrazado de lo que me ha dado la gana sin problemas. Sin pasar vergüenza ninguna. Es más, creo que incluso me ha ayudado a atreverme durante toda mi vida a elegir un tipo de vestimenta poco común, y en ocasiones adelantada a mis amigos. "Amigos" que cuando me lo han visto puesto a mi han dicho "¿pero que haces?", y que un año después han ido corriendo al Pull & Bear a por una fotocopia mala de lo que yo llevaba. Pero ese es otro tema.

El caso es que a día de hoy puedo contar con orgullo que me he disfrazazo de Ciéntifico de Dharma en Lost, de William Wallace o de Screech Powers, entre otros. En un cajón guardo con orgullo una colección inservible de pelucas que espero que algún día herede mi ahijado, al cual por cierto, mi hermana ya ha disfrazado de Eduardo Manostijeras.

 

Nunca Mais

Por Anabel Frikigirl

Tengo pánico a muchas cosas en la vida. Por ejemplo a llamar al chino para pedir comida a domicilio, a presentarme en una reunión de vecinos o a llevar mi coche al taller. Pero lo que más miedo me da en el mundo es disfrazarme. La vergüenza está en mi sangre y nunca he soportado la idea de meterme en un fiesta con un disfraz ridículo, aunque el resto de la gente haga más el ridículo que yo. Esa sensación de que me mira todo el mundo, y no precisamente porque me parezca a Kate Moss, me incomoda tanto que hace que me tiemble la voz, el pulso y las canillas de una manera que sólo Lina Morgan podría imitar. Cuando era pequeña me obligaron a disfrazarme de vieja en Navidades. No podía ser la Virgen María, no, tenía que ser la vieja del visillo porque no era rubia ni delicada. El año siguiente me disfrazaron de chinita, con una trenza pegada a un gorro hecho con papel, y con un pijama, tal y como se lleva ahora en las pasarelas. Después me disfracé de hombre, con americana y sombrero, corbata y una barba pintada. Fui innovadora y transgresora, pero después de aquello me negué a disfrazarme más, porque la vergüenza se apoderó de mí y ya no me soltó en toda la adolescencia.

Hasta que llegó él.

De su mano los disfraces eran más divertidos y menos esperpénticos. O más, que sé yo, pero yo me sentía cómoda. Y lo mejor de todo, aprendí que un disfraz es un papel en una obra y lo mejor es meterte en él, hasta mimetizarte con la tela. O beber hasta que se te olvida que vas disfrazado y llevas calcetines en los pechos. En realidad esa es la clave, agenciarte un gin tonic y beber hasta que se te acaba. Y luego beber otro más. Y otro tras el segundo. Luego todo da igual, y no importa que vayas disfrazada en una fiesta hortera, que sea una fiesta de cine de los ochenta, o una fiesta terrorífica. Lo importante es que te olvida la peluca, los labios pintados de rojo, y que tu novio se parece cada vez más al marido de Alaska. Eso sí, hasta que vas al baño y ves a la Olvido más plana de la historia, y recuerdas la vergüenza que te da disfrazarte y al salir, pides un gin tonic más. De todas formas, el año que viene repetiremos y será increíble, porque iré a su lado y tendré menos miedo. Y no iré de Alaska. Nunca mais. 

El artista disfrazado de Mario Vaquerizo ha preferido mantenerse en el anonimato

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