El caso del dulce de leche o cómo ser madre sin morir en el intento
El caso del dulce de leche o cómo ser madre sin morir en el intento
No sé quién fue el hijo de su madre que se inventó que a los niños hay que decirles que el Ratón Pérez se lleva los dientes y los Reyes Magos traen los regalos. Ese hijo de su madre no pensó en las consecuencias que tener un hijo analítico iban a acarrear a los pobres progenitores faltos de horas de sueño ya de por sí.
Estoy pasando un momento crítico en esto de la maternidad. Más crítico aún que cuando llevaba ojeras de cuello vuelto y algún que otro moco ajeno pegado en la chaqueta. Mis hijos no son ya niños pequeños, pero tampoco adolescentes. Su mundo sigue estando lleno de Fantasía, siguen creyendo en los Reyes, en Papá Noel y en el Ratoncito Pérez. Pero su cabeza empieza a tener un pensamiento lógico que choca frontalmente con el mundo fantástico. Y de paso, me obliga a hacer carambolas a mí. Me explico. El otro día, me enfadé con mi hijo pequeño porque su habitación parecía el rastro en día festivo.
–Ordena esto hoy. ¡Ya! –mis brazos en jarras y la mirada amenazante debieron convencerlo porque se puso manos a la obra. Pero hete aquí que en el maremágnum de cosas encontró una notita que el Ratoncito Pérez le había dejado cuando se le cayó uno de sus primeros dientes de leche. Generalmente, las desaparezco pero ésta se me debió traspapelar.
–Mamá –dijo con el ceño fruncido–, esta nota que TEÓRICAMENTE ha escrito el ratoncito Pérez, tiene tu letra.
Me quedé muerta cadáver. “Ay, ay, ay, ¿ahora qué le respondo yo?”
–Sí –siguió diciendo él, convertido por un momento en grafólogo experto– ¿ves? Las R son como las tuyas y las A también ¿La has escrito tú?
Agaché la cabeza y reconocí que sí, que la había escrito yo. Mi hijo me miró como el que mira a una cucaracha inmunda y me espetó:
–O sea que me has mentido –no podía haber más odio en aquella frase. Y yo hice entonces lo que no debería haber hecho: seguir mintiendo como una bellaca.
–Es que el ratoncito Pérez no sabe escribir, cariño ¿No ves que es un ratón? Yo solo quería que no se quedaran sin responder tus preguntas.
Él se enjugó las lágrimas de rabia que le inundaban los ojos y me enseñó un diente pequeñito que tenía en la mano.
–Esta noche lo comprobaré. Se me acaba de caer un diente y le voy a pedir al Ratoncito Pérez que me traiga algo en vez de monedas. A ver si es verdad que existe y no me estás mintiendo de nuevo.
Huelga decir que se me dispararon todas las alarmas. En ese momento, eran más de las nueve de la noche. Pidiera lo que pidiera, yo no iba a poder ir a comprar nada a esas horas.
Cuando fui a darle un beso, en la mesilla de noche había una carta para el Ratoncito Pérez. “Querido Ratón Pérez” –escribía mi hijo– “, sigo creyendo en ti. Me gustaría que, en vez de monedas, me trajeras un bote de dulce de leche. Un beso”.
¿Dulce de leche? ¡Cielos, Leoncio! ¿Dónde consigo yo un bote de dulce de leche a las once de la noche? Como una conspiradora, me metí en internet, busqué la receta del dulce de leche y a esas horas intempestivas me puse a hacerlo. No sé si habéis hecho dulce de leche alguna vez. Yo lo intenté de adolescente y la olla a presión donde lo estaba haciendo estalló y hubo que pintar la cocina de nuevo. Mi padre prohibió expresamente que volviera a repetir el experimento culinario. Esa había sido toda mi experiencia. Para ser la segunda vez que lo hacía no quedó malo de sabor, pero sí que no conseguí que quedara espeso. Sabía a dulce de leche, pero era como un batido de dulce de leche. A la una de la mañana, con mi batido de dulce de leche, no sabía qué hacer. Le dejé el bote con su contenido líquido al lado de la carta y, a la mañana siguiente, cuando la sospecha empezó a asomarse a su mirada, le dije:
–Yo creo que el dulce de leche es como las natillas, que hay que meterlo en la nevera para que se ponga durito.
Con eso conseguí un lapso de horas. En cuanto lo dejé en el cole, fui corriendo al supermercado a comprar un bote de dulce de leche con el que sustituir mi fracaso culinario. De forma que cuando mi hijo vino a casa para comer, el bote de leche, efectivamente, había espesado. Pero entonces vino lo peor:
–Mamá –preguntó con la boca llena de dulce de leche– , ¿qué estuviste cocinando anoche?
Palidecí. Busqué una respuesta convincente en mi cabeza y sin pensar, respondí:
–Judías
–¿Y dónde están las judías?
–En el congelador.
–Ah
Se quedó un segundo pensativo y luego siguió erre que erre:
–¿Y por dónde crees tú que pudo haber entrado el Ratón Pérez con este bote de dulce de leche?
–Eeeeeh, pues no sé, ¿por el conducto de ventilación del baño?
–No, porque el otro día se cayó la tapa y papá la pegó con pegamento extrafuerte.
Le lanzo una mirada a mi santo que se limita a encogerse de hombros y dejarme sola ante el peligro. Ahora, mi hijo no deja de decir que tenemos que mejorar la seguridad de la casa porque mira que el Ratón Pérez pudo pasar con ese pedazo de bote de dulce de leche. Y si el Ratón Pérez puede pasar, a lo mejor, también puede un ladrón.
–¿Para cuando son las judías? –pregunta de pronto.
–¿Eh? –mi mente estaba buscando algún pequeño hueco por el que justificar el paso del ratón portador de dulce de leche.
–Las judías que hiciste anoche –responde, como el que habla a un idiota– ¿Para cuándo son?
–Esto…para mañana.
Queridos míos, seguro que sabéis el menú de hoy: judías con chorizo, que hice en cuanto se fue de nuevo al cole. Por Dios, qué estrés. Ganas me dan de decirle la verdad de una vez. Que a este paso, me va a convencer y todo lo de comprar una Thermomix.
Este artículo lo ha escrito...
Ana González Duque (Santa Cruz de Tenerife, 1972). Médico anestesista. Bloguera. Friki declarada. Sobrevive a un marido traumatólogo, dos niños y un gato negro. Autora de "El blog de la Doctora... Saber más...