¿Es la leche la lactancia materna?

¿Es la leche la lactancia materna?
Desde que me quedé embarazada lo tenía clarísimo: yo iba a dar el pecho. Me lo leí todo, lo consulté todo y me lo compré todo: el cojín de lactancia, los libros, el saca-leches, etc. Entonces... ¿por qué estuve punto de mandar la lactancia a freír pimientos?
Le he dado el pecho a mis dos hijas. Y ahora que todo ha pasado os puedo decir que fue maravilloso mientras duró. Aunque hubo una época en que estuve a punto de mandarlo todo a la porra. Sin arrepentimientos. Sin reproches. Sin “no eres tú, soy yo”.
Como todo en mi vida la culpa la tuvieron las ALTAS EXPECTATIVAS y la NEGACIÓN TOTAL Y ABSOLUTA DE LA REALIDAD. Soy una persona con una gran capacidad para hacerme ilusiones con todo y con montarme unas historias tremendas (las altas expectativas) en la cabeza sobre lo maravilloso que va ser esto y lo estupendérrimo que va ser lo otro. También soy una persona que suele obviar el lado negativo de las cosas, paso de puntillas por lo que parece malo, ignorando lo chungo de la misma manera que se ignora a ese vecino de descansillo que es algo rarito y huele a naftalina.
Con la lactancia materna me pasó lo mismo que con escribir novelas. Pensé que sería maravilloso, instintivo y, sobre todo, fácil. Tremendamente fácil. Al fin y al cabo eso era lo que me habían dicho en los cursillos pre-parto que me hice (y con la primera, como buena madre primeriza y con mucho tiempo libre, me los hice todos). Se suponía que mi cuerpo estaba preparado para ello (las noticias que tenía era que yo era un mamífero con todas las de la ley) y que era lo mejor que podía hacer por mi bebé.
Así me imaginaba yo dando el pecho a mi primera hija. Con la talla 36 a la semana de dar a luz también.
Pero al igual que escribir novelas dar el pecho no tenía nada que ver con lo que yo me había imaginado. La imagen idílica que tenía de mí misma tumbada en la cama, completamente relajada, con un camisón limpio y precioso, dando el pecho a mi bebé no se correspondía con el saco andante de nervios en el que me convertí, una chica al borde del llanto, vestida con un camisón de lactancia horroroso lleno de vómito de bebé, todavía dolorida tras el parto y sin saber cómo se tenía que poner aquello para que la cosa saliera de verdad sin que me hiciera polvo o se me saltasen los puntos.
Mi realidad era un pelín menos glamourosa.
Nada se parecía a lo que me habían contado que se suponía que iba a ser.
Pero es que en el fondo no me habían contado mucho de la otra vertiente de la lactancia. O todo. O algo.
Sólo lo bonito.
Nada del lado oscuro.
Si te estás pensando lo de dar el pecho a tus hijos habla con alguna amiga que haya empezado a hacerlo y pídele que sea sincera. Totalmente sincera.
Todavía recuerdo con pavor como, al tercer día de dar a luz, me subió la leche y adquirí la delantera de una actriz de cine porno americano. Aquello era enorme, gigantesco, elefantiásico… y dolía un montón. También estaba duro como una piedra. La única solución era darle el pecho a mi bebé para que descargara un poco el dolor y lo vaciara. Pero ¿por qué no me habían dicho que descargar me iba a doler también? ¿Y tanto tantísimo?
Recuerdo como una pesadilla aquellas primeras semanas en las que, cada tres horas, mi bebé pedía de comer y me echaba a llorar pensando en el latigazo de dolor que me iba a dar. Las heridas en los pezones, las lágrimas aguantando y la confirmación de que aquello se iba a repetir una y otra vez. Mi amiga Clara mordía una toalla, al estilo de los vaqueros del Oeste, con eso os digo todo.
Estaba claro. Algo estaba haciendo mal. Yo estaba mal hecha. O era una incompetente. O la incompetente era la niña, a la que nadie le había explicado cómo tenía que chupar bien (¿es que salen de la barriga sin saber nada? ¿Es que todo lo tengo que hacer yo?).
Acudí al Alto Consejo de mi tribu: mi madre y mi suegra. La primera no me había dado el pecho (en los setenta no se llevaba) y no tenía ni idea de qué le estaba hablando y me dio un tupper lleno de sopa para consolarme. La segunda sí había dado el pecho, pero de eso hacía treinta años y no recordaba más que lo básico: te sacas la teta y enchufas a la niña. La cosa empezaba a ponerse difícil de veras. Y todo el mundo tenía una opinión sobre el asunto (la vecina, la tía, mi hermana, la farmacéutica, etc.) que no me servía absolutamente de nada. Mientras tanto, yo seguía sufriendo lo indecible cada tres horas, calentaba toallas húmedas en el microondas para masajearme el pecho y hacer que aquello doliera un poco menos y me preguntaba por qué puñetas era tan cabezona. Porque sí, porque yo soy de esas personas que una vez que toman una decisión se emperran en llevarla a cabo con todas sus consecuencias. Para mí había otras opciones (como ya he dicho, mi madre me había criado con biberón y no por eso me consideraba yo en inferioridad frente al resto del mundo), pero aquella era la que yo había elegido. Y, en mi cabezonería, insistiría hasta el final porque soy así de boba (pero gracias a ese empeño en hacer lo que pienso que tengo que hacer consigo terminar las novelas que empiezo).
Esta opción también me habría venido bien, pero está todo en nuestras cabezas...
Así que llamé a mi matrona y me fui a su consulta a llorar como una magdalena, por primera vez en mi vida dispuesta a rendirme y a comprar biberones. Sin mirar atrás. No pasaba nada. Y sigo pensando que tampoco hubiera pasado nada si lo hubiera hecho. Pero resulta que mi matrona era una mujer acostumbrada a lidiar con tipas histéricas y al borde del llanto como yo. No sólo me hizo un montón de preguntas y me miró las tetas más pormenorizadamente que mi chico en nuestros cinco años de relación sino que tuvo la brillante idea de que le diera el pecho al bebé en su presencia.
-Es que no la coges bien -fue su conclusión mientras ella me la colocaba como un electricista enchufa un cable a un transformador. Así, a cascoporro.
¡Ah! ¿Qué había que colocarla de una manera determinada? ¿Por qué nadie me lo había dicho… tampoco? Tanto curso, tanta charla, tanto artículo y nadie me había explicado que el pecho no se enchufaba de cualquier manera. Al revés, me habían contado que aquello era fácil, era instintivo, era lo mejor, era práctico y que estaba diseñada para hacerlo con los ojos cerrados. Y sin embargo, ahora me contaban que no valía cualquier postura, que tenía que colocarme de una forma especial y que había un periodo de adaptación hasta que madre y bebé nos hiciéramos mutuamente.
Y había muchas otras cosas más que tampoco me habían contado:
1.- Que el periodo de adaptación podría ser largo, doloroso y complicado. O no. Y que no dependía de mí.
2.- Que no podría separarme de mi hija en meses porque nadie podría sustituírme ni hacerse cargo de aquello en mi ausencia.
3.- Que medio país me iba a ver las tetas. E iba a opinar sobre el asunto mientras daba el pecho. En mi cara. Es más, algunas personas que venían a mi casa a ver el bebé se sentaban a mi lado cuando empezaba a darle el pecho para mirar bien todo lo que estaba ocurriendo en aquella zona y no perderse ni un sólo detalle. Menos mal que no era muy pudorosa.
4.- Que nada más dar el pecho tenía que untarme los pezones con los restos de la leche y estar cinco minutos con las tetas al aire, algo muy práctico cuando vas a tu oficina a presentar a tu recién nacida o cuando te pilla en medio de la calle.
5.- Que si me invitaban a una boda, como me pasó al mes de dar a luz, tendría que ir vestida hecha un fantoche porque no había ropa bonita para mamás que tenían que dar el pecho en público (afortunadamente eso ha cambiado y desde que nació mi hija mayor, hace diez años, hay numerosas marcas que venden ropa preciosa pensada para este asunto. Podéis encontrar modelos de fiesta para mamás lactantes aquí y aquí).
6.- Que si la cosa funcionaba bien, algunos días serían maravillosos pero no todos, no siempre, no porque sí. Y que en consecuencia tendría que saber un montón de cosas sobre cremas, pezoneras, remedios caseros, etc. que no me habían contado en los cursillos (ni se te aparecen en la cabeza por inspiración divina). Demos gracias a sitios web como este para poder comprar y asesorarnos bien de todo.
7.- Que la lactancia materna daba mucha, mucha hambre y que si no te controlabas podrías recuperar todo el peso que habías perdido tras el parto. O, en mi caso, pillar alguno de más y ponerme como un tonete.
Los compañeros de trabajo de Rebeca Rus no se esperaban aquella clase en directo sobre lactancia materna. Hubieran preferido estar en el cliente mil veces.
Como todo en esta vida, terminé acostumbrándome a todas estas cosas y al mes de pasar por tanto sufrimiento era capaz de dar el pecho haciendo el pino puente. Lo hice hasta que ella se cansó, lo disfruté un montón y hasta tuve una crisis existencial cuando aquello se terminó.
Pero tuve otra niña y cometí el error de pensar que esta vez sí que sería fácil. Porque esta vez sabía a qué me enfrentaba. Error. Porque no sabía que una niña no es igual a otra y que lo que me había funcionado con una no me iba a funcionar con la siguiente. Y eso pasó. Lo pasé igual de mal a pesar de que me habían enseñado ya una postura para dar el pecho, pero parece ser que NO era la postura perfecta para dar el pecho a mi hija pequeña. Tarde semanas en dar con ella, pero, gracias a mi experiencia y a lo que sabía (y a que soy una pesada cabezona), tenía claro que terminaría dando con la solución. No me sentí torpe, tonta, incapaz, malamadre, ni nada parecido. Porque ahora sabía.
Sabía lo suficiente como para acudir una noche corriendo a casa de una de mis mejores amigas que, recién llegada a casa del hospital con su peque, no sabía ni cómo encender el saca-leches que le habían recomendado usar. Sólo una histérica como yo podía entender perfectamente el estado de nervios en el que puedes caer si tienes que ponerte un cachirulo de esos en el pecho mientras un bultito de tres kilos y medio maulla como un gatito de hambre. Es más, te parecerá que las instrucciones están escritas en arameo, pero cuando consigas calmarte, tras dos litros de tila, y alguien te las lea en castellano te seguirán pareciendo igual de incomprensibles.
De la teoría a la práctica hay mucho camino que recorrer.
E incluso cuando sabes mucho, un porrón, como le pasó a mi amiga Ana, puedes tener un problema terrible dando el pecho a tu tercer vástago, pillar una infección, tener que medicarte y no saber cómo seguir adelante a pesar de la experiencia previa con dos bebés. Porque cada niño es un mundo, cada vez que das el pecho es diferente y no siempre puedes solucionarlo tú sola.
Una vez que controlas el asunto puedes dar el pecho haciendo el doble tirabuzón o mientras asistes al congreso para votar un par de leyes.
Con esto quiero decir que dar el pecho a nuestros hijos no siempre es el camino de rosas que nos cuentan, que requiere un esfuerzo de nuestra parte y un saber hacer que, en muchas ocasiones, se ha perdido de una generación a otra. Y que no nos debemos sentir frustradas si no nos sale naturalmente ni tenemos ese instinto que se supone que debemos tener. Ni sentirnos como unas madres egoístas porque no nos guste o no queramos hacerlo o nos parezca una pesadilla. Que en los cursillos de preparación para el parto, cuando nos cuentan lo fantástica que es la lactancia materna (cierto), también deberían contarnos estos escollos que nos vamos a encontrar en el camino, porque no saberlos puede hacer que te sientas mal contigo misma, que no sepas solucionarlos y que termines rindiéndote. O puede, simplemente, que te ayuden a tomar la mejor decisión para ti y para tu bebé.
Tengo amigas que han dado el pecho a sus hijos hasta muy tarde y amigas que les han dado biberón y no creo que ninguna sea mejor madre que las demás por una cosa o por la otra, ni que los hijos estén menos sanos o sean menos queridos.
Que la lactancia materna, una vez que se controla, es la leche. Pero lo que realmente es la leche es tener a tu peque en tu regazo, miraros a los ojos como si no existiera nadie más en este mundo, y darle el pecho o el biberón. Sin arrepentimientos. Sin reproches. Sin “no eres tú, soy yo”.
Este artículo lo ha escrito...
Rebeca Rus (Madrid, 1974) es creativa publicitaria, escritora, columnista y responsable de la sección de cocina de la Revista Cuore. Es la autora de los libros "Sabrina:1-El Mundo:0", "Sabrina... Saber más...