La dieta de año nuevo

La dieta de año nuevo
Si nos lanzamos en Navidad a una orgía de langostinos y roscos de vino es porque sabemos que en Enero tendremos que enfrentarnos a eso de cumplir promesas, entre ellas la dieta. Y es que esta maldita lengua nuestra extiende facturas que en realidad no queremos pagar.
“A Dios pongo por testigo que no volveré a comer torreznos” o algo así. El caso es que el día 8 de Enero (o igual el 9, que si sobra roscón no está la cosa como para andar tirándolo y es comúnmente sabido que lo mejor es comérselo de una sentada en plan catarsis fin de Navidad) levantamos dignas la mirada al horizonte y juramos que, a partir de ese momento, pasaremos hambre. Ay, si nos escuchara Escarlata O’Hara. Somos unas ingratas. Sí, ya sé, que igual el año ya está un pelín avanzado y eso, pero es que soy lentica para estas cosas.
Como si de heroínas de libro se tratara, ponerse a dieta implica que el universo conspire contra ti. Y yo, que he lidiado muchas veces esta guerra (con inquietantes resultados) me alzo para gritar al viento esas cuatro o cinco cosas que, aunque no te harán perder kilos comiendo chetos y viendo Cómo conocí a vuestra madre, pueden hacerte la vida más fácil.
He aquí:
Hacer la dieta ninja.
La dieta ninja no implica que tengamos que vestirnos de negro con un pasamontañas y dar patadas voladoras. Sólo implica una cosa: hacerla en silencio. Y es que es el primer error que cometemos al decidir someternos a esta tortura alimenticia: nos falta contratar una banda de mariachis histriónicos para informar a todo el mundo. Y no hace falta… por muchos motivos. El primero y primordial, porque cuando terminemos abandonándola y engullendo como pavos una docena de donuts, no necesitamos que nos miren con ojos reprobatorios. Y tampoco necesitamos que nadie nos mire con sobrada suficiencia mientras emite algún juicio sobre si estamos perdiendo poco, mucho o nada. Nadie pensará en tus sentimientos y en lo orgullosa que estás de pesar 250 gramos menos.
Así me enfrento yo a la dieta. Silenciosa y mortal. O Igual ese es más bien el efecto de la dieta en mí.
Ocultarnos a nosotras mismas el hecho de que estamos a dieta.
El cuerpo reacciona, reinas. Y reacciona encabronado porque para él eso de que no entres en el pantalón que habías programado ponerte para ESA cena, le da igual. Y si te pones el vestido negro y pareces una morcilla de arroz, a él plim. Si tú le dices: “voy a dejar de alimentar tus pistoleras para convertirte en un cuerpo atlético que pueda asfixiar a alguien entre sus muslos…” prepárate. Tendrás más hambre. Dormirás peor. Soñarás con comida. La gente te caerá peor. Odiarás más, en definitiva. Más y con intensidad 8,3 en la escala Richter. Es una espiral autodestructiva que suele terminar contigo en mitad de una orgía de envases vacíos de comida insalubre.
Ponerse a dieta implica que el universo conspire contra ti.
Lo mejor: declararle la guerra en modo silencioso, a lo guerrilla. La sinceridad mal entendida es otra forma de crueldad, dice uno de mis compañeros dementes de oficina. Así que digámonos a nosotras mismas que podemos comer lo que queramos pero que… “nos vamos a cuidar”.
Esta es una foto mía del día en que le dije a mi culo que lo iba a poner a dieta.
Apartar de nosotras todas aquellas cosas no comestibles pero con buena pinta
Yo he llegado a darle un bocado a una goma de borrar. Bueno, miento. Lo hago recurrentemente. Pero porque son una trampa de la industria de artículos de papelería. Tan suaves, oliendo tan bien… Y quién dice gomas de borrar, dice jabones de baño, velas aromáticas, orejas ajenas. Sí, las orejas también las muerdo. Ahí colganderas, con esa buena pinta… vuelta y vuelta fijo que están buenísimas. #ModoPsicópataOff #Matadme
Ven aquí, que me he quedado con gusa.
Evitar decírselo a nuestras madres
Importantísimo. A la ansiedad de tener hambre, salivar y odiar a ese compañero cuyo tupper rebosa tallarines con queso y malas intenciones, se le suma el hecho de que tu madre va a llamar día sí, día también, para saber cuánto has perdido. Así. Nada de ¿qué tal el día en la oficina? o un inocente ¿cómo estás? A las madres, cuando quieren información, la educación les trae al pairo y tus sentimientos también. Y además te darán consejos que han leído la revista Clara mientras se hacían la permanente, como que tienes que hervir dos cebollas y beberte el líquido resultante en ayunas. Ese es verídico. Si no quieres beber líquido turbio con sabor a hortalizas del infierno, hazte un favor: evita el tema.
No ir de compras
Mi armario está lleno de esas cosas que compré en el momento optimista de una dieta. Ese “ni siquiera parezco humana con él puesto, pero lo compraré para cuando pierda un par de kilos”… kilos que nunca perdí y que estaban tan a gusto conmigo que terminaron llamando a unos amigos. Debo ser una buenísima anfitriona. Por no hablar de las túnicas a lo Demis Roussos con las que lo único que me apetece es agitarme de un lado a otro cantando “Triki, triki, triiiiiki, triiiki, triki, Mon Amour” porque salí de compras en uno de esos momentos en los que el brócoli había terminado con mis ganas de vivir. Así que, mejor gastar dinero en cosmética, que esa no depende de lo que marque la puta báscula.
Y en cuanto a llenar la nevera… que vaya otro al que no le entren ganas de beber leche condensada. Es lo mejor. Lo sabes.
El resto, ya sabéis, de sentido común, que por otra parte es el menos común de todos los sentidos. Y los anuncios de Calzedonia ni mirarlos, que son malignos. Sería como ponerse en la cartera una foto de Adam Levine y decir que es tu novio. O… algo así.
Mira mamá, mi novio, qué patriótico es.
Este artículo lo ha escrito...
Elisabet B. (Gandía, 1984). Trabaja en una oficina muy azul en la que se habla de comunicación corporativa; cuando sale corre a alimentar a sus dos gatos gigantes. Le encantan los zapatos, las... Saber más...