La Navidad me da repelús
La Navidad me da repelús
En estos días pre-festivos, el mundo se divide entre los que esperan con ansia el iluminado de El Corte Inglés y se relamen ante la expectativa de la llegada de la Navidad, y los que querrían que la misma les pillara en la Riviera Maya con un margarita en la mano y unas gafas de sol tan grandes que ni los Reyes Magos les reconocieran. Y es que la época más entrañable del año no lo es tal para todo el mundo.
Qué bonito está el centro con sus lucecitas, sus arbolitos, sus villancicos sonando non stop, la gente que va y viene haciendo compras, el olor a hogar, a pasado y a infancia... Ay, la Navidad, ¡qué bonita es!, ¿No? NO. A riesgo de que se me haga una cruz y se me declare persona non grata, gritaré, proclamaré y no me avergonzará decir que NO ME GUSTA LA NAVIDAD. Sí, soy de esas. Y no me voy a poner en plan bohemio diciendo que odio la Navidad porque es una época avocada al consumismo cuyo único fin es hacernos creer que la felicidad y la añoranza se crean a golpe de tarjeta de crédito o que las reuniones familiares deberían ocurrir durante todo el año y no solo la noche de Nochebuena, no. Es cierto también, eh, pero no es por eso por lo que yo querría meterme bajo el edredón el día 23 de Diciembre y salir el día 7 de Enero. ¿Que por qué entonces? Pues aquí te presento las razones más catastróficas de estas fiestas que hacen que, al menos a mí, la Navidad me dé repelús.
A mí avisadme cuando la burra que va a Belén se haya comido los peces que beben en el río, gracias.
Los villancicos.
Desde el día 1 de Diciembre (y en algunos sitios desde incluso antes) las calles comerciales tienen banda sonora propia: los villancicos. Villancicos de siempre, villancicos nuevos, versiones de villancicos, villancicos techno (ojito ahí), villancicos edición limitada... Acabamos de villancicos hasta el moño y no digáis que no, que estamos hartos de preguntarnos cuándo va a llegar la burra a Belén y de mirar beber los peces en el río. Y no solo es porque matan la cabeza sonando una y otra y otra y otra vez; es que tampoco es muy agradable estar en el probador de una tienda con un vestido de lentejuelas doradas para Noche vieja con "Ande, ande, ande la marimorena" de fondo. Eso no es glamuroso y se te corta el rollo pasando de creer que vas a ser la sensación con tu vestidazo a pensar que vas a parecer una burbuja de Freixenet. Error.
Las compras navideñas.
Soy de las que piensan que cualquier época del año y cualquier día sin venir a cuento son ideales para hacer un regalo así que lo de forzar la máquina a que sea en Navidad a mí me estresa. La corbata para tu padre, la colonia para tu madre, los guantes para tu hermana y la bufanda para tu hermano ya no valen otro año más así que, hala, estrújate la cabeza para pensar qué regalar este año para que no termine en el cajón desastre de cosas a devolver que por no quedar mal dejan (y dejas) ahí olvidadas. Por no hablar del momento ir a comprar en pleno Diciembre, con un frío que se jode el caco, con los dedos completamente congelados, con dolor de garganta y con el moquillo cayendo mientras miras el libro de moda para tu prima. ¡Así no mola comprar! Además todo está tan lleno de gente y tan atiborrado, que tardas milenios en ir desde la puerta de entrada de la tienda hasta donde está la sección de Monster High para tu sobrina. Y todo para que, al llegar, ya no queden. Ggggrrrr.
-Lo sentimos, ya no nos quedan muñecas de Frozen. -Pa' frozen los dedos de mis pies.
Las cenas/comidas de empresa.
Todos sabemos lo que son y sobra añadir palabras. ¿A alguien le apetece ver a su jefe borracho con la corbata en la cabeza subido a una mesa y cantando Marinero de Luces? A mí no, desde luego. Y seguro que tampoco tener que sentarte con el zopenco que te amarga la existencia día sí día también o con la perrilla que está más buena que el pan y se los lleva a todos de calle. Y no, aquí no vale emborracharte tú para olvidar que las cenas de empresa son como estar en un universo paralelo donde nada tiene sentido: si lo haces, corres el riesgo de que tus compañeros te pinten una letra escarlata en el pecho tipo la B de borracha, la R de ridícula o las QMCLP de qué mal canta la pobre. Nada, pasando. Y sin emborracharse esas cenas pueden ser una tortura psicológica cruenta e interminable así que ¿a quién le apetecen? Por no hablar de una tradición que según qué año puede dar auténtico pánico: los amigos invisibles entre compañeros de trabajo. ¡Qué bien!, te ha tocado regalar a ese compañero tan majete del que sabes el nombre y ni siquiera estás segura porque perdiste el papel con su nombre. ¿Paco? ¿Pablo? ¿Pa... lo que sea? Apenas habéis cruzado un mísero "hola" y casi ni sabes en qué consiste su trabajo pero nada, tú le tienes que hacer un regalito. No sabes qué regalarte a tu madre, que la conoces desde que naciste, y tienes que acertar con Pa... lo que sea. Pues a mí estas cosas me vienen mal, qué queréis que os diga. Afortunadamente en mi trabajo se instauró el regalo universal para todos igual de "peluca brillante + atrezo de los chinos a lo todo vale" y a correr. Todos regalados, disfrazados y si te emborrachas nadie sabe que eres tú así que... una cosa menos.
Aquí la de administración y yo nos vamos a reír mogollón el lunes...
La cena de Nochebuena y comida de Navidad.
Qué bonito es ver a la familia. Tus tíos de Cuenca a los que solo ves una vez al año y con los que no sabes de qué hablar; tus primos de Valladolid de quienes dejaste de saber sus gustos cuando tenías cinco años y se han convertido en la antítesis de ti; tu abuela que viene desde Teruel a quejarse de lo mal que cocina su nuera y de lo arpía que es, tus padres que se enzarzan en discusiones imposibles con tus otros tíos... Ay, qué bien, todos junticos sentados al calor de una mesa, con los niños correteando tirándose la comida que te ha costado hacer unas cinco horas; los mayores riendo y cantando villancicos con panderetas ensordecedoras que producen jaqueca; las discusiones familiares sacando los trapos sucios a relucir, no vaya a ser que un año no salgan a la luz los escándalos y secretos de casa; tú discutiendo con tu madre porque no tienes novio/marido/hijos/trabajo/vivienda/gusto en el vestir... lo que sea, pero hay algo que no tienes y sin lo que tu madre considera que jamás podrás vivir dignamente. Vamos, un gustazo lo de reunirse en Nochebuena, ¿eh? Sí que es bonito, sí.
La resaca.
Y no solo de alcohol, que también. Porque a ver cómo aguantas todo lo anterior si no es amorrada al champán, cava o lo que sea. Imposible. Pero como digo, no hablo solo de las resacas por las burbujas y los gintonics; es que la comida también da resaca. Cenar en Nochebuena como si no hubieras comido en todo el año tiene sus consecuencias. Por ejemplo, que no puedes levantarte de la mesa y tienes que irte rodando, como una albóndiga. Y piensas en albóndigas y tu estómago se revuelve en una súplica de "más no, por favor". Pero sí, más sí. Porque al día siguiente a ver quién le dice a tu suegra que no quieres comer ese guiso que lleva malignamente ideando todo el año para que tú, nuera de pro, revientes encima de la mesa quedando un poco mal y tal. Pues claro, te lo comes todo sin rechistar y encima aún te sirven un poquito más. "No te quedes con hambre, bonita", dice con una sonrisa maligna y amenazándote con la espátula... "con el pacharán casero que guardas como oro en paño no me insistes tanto, no, mala bruja", piensas, pero al final te comes no uno si no dos trozos de tarta y sales de allí directamente gravitando, de mal humor porque no sabes si tu estómago y tu gaznate se han convertido en un solo órgano, sin poder ni moverte, pensando en que ahora te quedan meses de lidiar con la báscula por la tontería y encima dándote cuenta de que tú jamás lograrás hacer el guiso de turno como ellas. Un fail que te hace llegar a casa con ganas de matar y beber cola de caballo en cantidades ingentes, a ver si así baja algo.
“Ven bonita, ven, que te veo con hambre...”
Así que, por todo esto, a mi la Navidad como que muy bien para ver un par de días la iluminación, las caritas de ilusión de los niños y probar el famoso orujo de hierbas casero que hace tu abuelo pero eso... un par de días. Al cabo de dos días me aburro de ver lo mismo y acabo pasando las fiestas con una peluca brillante y atrezo que nunca sé de dónde salió; amorrada a una botella de pacharán casesro y rodando por las calles haciendo la albóndiga cantando “pero mira cómo beben los peces en el río...”. ¡Viva la Navidad!
Este artículo lo ha escrito...
Sara Ballarín (Huesca, 1980). Estudió Filología Inglesa y actualmente trabaja en una empresa multinacional de telecomunicaciones. Adicta a la comida basura, a los zapatos (nunca el tacón es... Saber más...