Pretty woman y su nefasta idea de la mujer ideal

Pretty woman y su nefasta idea de la mujer ideal
Pretty Woman es la comedia romántica por excelencia de los años 90. Se estrenó en el mismo año 1990 y desde entonces ha estado maravillando a millones de mujeres de todo el mundo, pero ¿qué modelo de mujer y de relación amorosa nos muestra el taquillazo de toda una década?
El mundo se divide, según dicen, entre amantes de los perros o amantes de los gatos; entre los que quitan los plásticos protectores de los aparatos electrónicos o los que no lo hacen; entre los que prefieren Twitter o los que mueren por cotillear el Facebook y entre las que se enamoran con Pretty Woman (Walking down the street) o… yo.
Yo, fulanita de tal, me declaro una fiel detractora de la película romántica por excelencia de los años 90. Ya podéis sacar vuestras antorchas y venir a quemarme las puntas del pelo: sí, no me gusta ni ver Pretty Woman.
El comodín de Telecinco (que ya huelen emitiéndola cada primavera como si estuvieran aliados con El Corte Inglés) me produce un repelús horroroso. ¿Y sabes por qué? Te lo explico. Y verás cómo después negarás haber querido ser alguna vez esa Julia Roberts en Rodeo Drive.
Empezamos con la primera escena en la que se muestra a la protagonista. Sucede que una jamelga de impresión se despierta enfundada en unas braguitas monísimas, se acicala, se pone rímel, se pone una peluca digna de Las Virtudes (en rubia, claro, que la Roberts tiene alma de rubia), se tiñe las botas de choni con rotulador y sonríe al ritmo del Real Wild Child de Iggy Pop; una canción cañera, con ritmo, de malotas del instituto y castigadores macarras. Y tú piensas: ¡qué molona la tía, la canción y sus botas! Hasta su vestido de faena te parece lo más. Y luego se va a hacer la calle. Y dices: ¡qué súper diver! ¿Perdona? La prostitución NO es algo divertido. No vamos a entrar aquí en debates sórdidos sobre un tema complejo lleno de matices, pero lo que está claro es que la prostitución callejera no es divertida (ninguna lo es, pero la callejera menos). Y lo primero que nos muestra la peli es que, oigan, tampoco se vive tan mal haciendo la calle porque te pones monísima a ritmo de rock. ERROR.
Mira lo mona que estoy y lo mucho que me divierto.
Resulta que un tipo de Los Angeles de toda la vida (como los Gómez de toda la vida) en el mega cochazo que le roba a su abogado (el que tengo aquí colgado) va y… SE PIERDE. ¿Cómor? Y por azares del destino recoge a la pilingui, como decía mi abuela, con botas como las del gato de Shrek y además… deja que lo conduzca ella, que sabe conducir un Lotus porque en su pueblo eran locos del motor (¿?). El tipo en cuestión, millonario y súper guapo (de qué me quiere sonar esta premisa…), se la lleva a su suite para hacer… nada. A priori no quiere sexo con ella. Solo quiere ver cómo ella se parte de risa viendo una serie antigua tumbada en la moqueta. Es muy normal, claro. Qué caballero, ¿eh? Pues no. Lo que está haciendo es evaluar la mercancía como si fuera un producto de marketing, desde su sofá, en pose macho ibérico total. Y cuando él decide que le apetece temita, la mira con un leve movimiento de pestañas con el que ella ya tiene que entender que quiere mambo y va hacia él como una corderita feliz de ser atendida. No hombre, no. ¿Antes no querías y ahora sí? No somos ganado ni tenemos que despelotarnos ante una ínfima señal ocular, quedándonos en lencería monísima y arrodillarnos ante un hombre para comenzar a hacerle una felación ante la cual él tan solo entrecierra ligeramente los ojos y suspira, sin hacer ni la menor mueca de aprecio ni el menor signo de empatía. Señores: ASÍ NO. Acción-reacción, por favor. Ya es bastante incómodo estar de rodillas (ah, bueno, el momento «espera que me pongo un cojín» sin que él haga el menor gesto es para morir ya), haciéndole sexo oral con las domingas al aire a un desconocido como para que encima él no muestre ni el más mínimo grado de satisfacción.
Yo te miro así y tú te apañas.
Uno de los momento cumbre se plasma cuando una alucinada Julia Roberts va de compras a Rodeo Drive con un fajón de billetes (hija, ¿que no te podías comprar un monederito en un todo a cien de camino?) y, oh no, en una de las tiendas más exclusivas de Beverly Hills no la quieren atender. Y ella triste y desolada, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar, encuentra a otro hombre que quiere ayudarla y que le soluciona el problema con una sola llamada de teléfono. Bien. Ella no sabe sacar las uñas, se lo hace un hombre. Llamadme tiquismiquis pero… no me lo trago.
A mí Pretty Woman me da más repelús que los chirridos que produce una tiza arrastrándose por una pizarra.
Y llegamos al MOMENTAZO. A ver, vale, lo reconozco, me gusta la escena. Me gusta la canción de Roy Orbison, que tarareo inevitablemente mientras escribo esto, me gustan los modelitos que se prueba, me gusta ese «puedo comprar lo que me dé la real gana». Es un sueño hecho realidad para todas (o casi todas) nosotras. Ese bailecito en el probador tan nuestro, esa confianza con los dependientes, etc. Todo es tan ideal… Pero analicemos un momento los bajos fondos de esta escena: es ÉL quien la acompaña, quien le da el dinero y quien le pide expresamente a los dependientes que les hagan la pelota. Ella NO tiene ni voz ni voto; de hecho compra según las caras que él va poniendo de agrado o desagrado. Él le dice «estate quieta y tira ese chicle» justo antes de entrar, como si fuera una niña. Su niña. Su maniquí, a la que moldea a su gusto para exponerla en un escaparate y que no lo deje en evidencia. Y lo consigue. Cuando él ve que ella ya empieza a ser apta para él, la deja sola comprando con su tarjeta sin límite. Y cuando ella sale con ese vestido blanco con pamelón y guantes, es la admiración hecha mujer y todos la veneran a su paso y suspiran de adoración al ver a una chica bien vestida, con glamour, aparentemente rica y que acaba de ir de compras. ¡Ay, (suspiro) la mujer idea!. ¿Y qué pasa con las mujeres que no pueden permitirse más que comprar algún trapito de vez en cuando en cualquier tienda de Inditex? Pues que no son aptas para el millonario guapetón de turno ni para el mundo que lo rodea. Mensaje subliminal: cambia tu forma de ser, viste bien, compórtate según el canon establecido y entrarás a formar parte del selecto club de Barbies SuperStar.
Igual acabamos desquiciadas pero igualmente somos Barbies.
La mejor parte es el final, claro. Terminada la transacción y el trato económico, cada mochuelo a su olivo. Ella totalmente transformada en una muñequita bien vestida y bien peinada, decide dejar la prostitución y ponerse a estudiar. Gracias a él. Él la ha sacado de ese sórdido mundo y si no llega a ser por el rico y guapo hombre de negocios, ella seguiría tintando sus botas con rotulador. Pero menos mal que ella le tenía a él para sacarla del inframundo porque ella sola no había sido capaz, claro (nótese la gran ironía en estas palabras). Señoras y señores: no necesitamos a un guapo y rico que a golpe de talonario nos saque de nuestros problemas y miserias para que podamos ser felices; podemos hacerlo nosotras mismas. Evidentemente siempre viene bien un apoyo, de tu pareja, de tus amigos, de tu familia, pero el mensaje que da esta película no es ese. El mensaje que da es: no puedes salir de la prostitución y de una vida miserable si no es por un hombre rico. Pero, oigan, no desesperen, que él la va a buscar. En limusina, con un ramo de flores y La Traviata a todo trapo. Y ella le rescata a él. Ya, claro.
Tú tranquila, que con esto ya está todo apañao
Todo el mundo tiene un sueño, dice la última frase de la película. ¿Cuál ha sido el sueño aquí? El sueño aquí ha sido casarse o emparejarse o lo que sea que hagan con un millonetis guapo, atento, duro por fuera blando por dentro, que además me saque de mis miserias y con el que puedo ser feliz y comer perdiz para siempre jamás, como si fuera La Cenicienta (que también se las trae, por cierto). El hombre perfecto que además va a romper de un plumazo mi identidad para adecuarme a la suya. Ese es el sueño que toda mujer tenemos, nos dicen. Y yo me pregunto, ¿en serio?
Este artículo lo ha escrito...
Sara Ballarín (Huesca, 1980). Estudió Filología Inglesa y actualmente trabaja en una empresa multinacional de telecomunicaciones. Adicta a la comida basura, a los zapatos (nunca el tacón es... Saber más...