"Preciosa a los 30, encantadora a los 40"

"Preciosa a los 30, encantadora a los 40"
Por Anita C.

"Preciosa a los 30, encantadora a los 40"

"Preciosa a los 30, encantadora a los 40 e irresistible el resto de tu vida". Así definió Coco Chanel, diseñadora e icono de elegancia y mordenidad, a la mujer madura. Un siglo después, vivimos en una sociedad gerascofóbica (miedo a envejecer) donde nos bombardean con productos “milagrosos” para borrar de nuestro rostro todas esas huellas de una vida pasada que justamente nos han convertido en lo que somos: mujeres verdaderas. Mujeres completas.

Este artículo se gestó gracias al hombre que soporta estoicamente (desde hace más de quince años) mis hormonas endemoniadas y mi ineptitud culinaria. El mismo que sufre en silencio que noche tras noche invada su lado de la cama y la mitad de su armario con ropa de otras temporadas. En fin, su hemorroide soy yo.

Pero volviendo al tema, estaba este Santo Varón en el cuarto de baño cuando escuché ruidos de cristales estrellándose contra la loza y un grito de dolor. Abandoné la ardua tarea de descongelar una lasaña y salí a socorrerle. Porque de verdad, le quiero, aunque sea un grano en el culo para él. El caso es que sentí un alivio inmenso al abrir la puerta y encontrarle allí de pie palpándose la cabeza y respirando. Lo que me hizo menos gracia fue ver mis favoritos anti-yo (anticelulíticos, antiarrugas, antiojeras, antimanchas…) hechos añicos por el suelo.

—¿Estás bien? —pregunté con un ojo en su mata de pelo y otro en la masacre de cosméticos a mis pies.

—Yo sí, pero tú desde luego no —me dijo muy cabreado, señalando el armarito superior que curiosamente seguía conteniendo docenas de anti-yos.

Sip, tenemos un problema de espacio. O compramos más armarios o reformamos…

—¡NOOOOO! —gritó aterrado—. Más bien, tú deberías dejar de comprar potingues y asumir que te estás haciendo mayor.

Me quedé helada. Ese fue un duro golpe. Tan duro como el sofá donde iba a dormir esa noche.

—Pues no me da la gana hacerme mayor. —Podría haber añadido un “chincha rabiña culo de piña” para demostrar que yo tenía razón. No quiero hacerme mayor.

Se volvió hacia mí cruzando los brazos y me lanzó una mirada de grumpy cat bastante graciosa que no vaticinaba nada bueno.

—Tienes que parar. ¿No ves que se te está yendo la olla? Estás tan preocupada por no envejecer que eres incapaz de ver la mujer excepcional en la que te has convertido. La mujer que cualquier hombre querría tener: inteligente, divertida, leal, sabia, comprensiva, intuitiva y sexy… Joder, créeme: encandilarías hasta a un sociópata.  

Guau… Sí, dilo tú también. Guauuuu… Santo Varón no se merecía dormir en el sofá. Ni una lasaña precocinada. Se merecía echarle el mejor polvo de su vida. Sin embargo, el muy majadero no supo aprovechar la ocasión y se marchó del cuarto de baño todavía enfurruñado. Mi adorable grumpy cat

Durante unos minutos me quedé allí plantada preguntándome si tenía parte de razón en eso de estar obsesionada con envejecer. Lo cierto es que llevaba tanto tiempo coleccionando cremas y serums que nuestro cuarto de baño parecía una recreación en miniatura del Juteco. Para colmo, tuve la genial idea de contemplar mi aspecto frente al espejo. Para salir corriendo… Ni de cerca era la tía tan estupenda que Santo había pintado. Tan solo una mujer en un pijama pelotillero, con un moño revuelto y todos esos signos de la edad que según mi última adquisición cosmética debían haber desaparecido después de ocho semanas. Y como soy muy anti-yo y algo masoca, seguí contemplándome. Después de analizar mi aspecto por partes (pelo, cara, carnes descolgadas varias…) hice lo que recomiendan en los libros de autoayuda femeninos: mirarme como un todo. Prometo que no había fumado nada. El caso es que me miré y remiré y entonces… los vi. Los verdaderos signos de la edad. ¿Y sabes qué? Me gustaron. (Repito: no había fumado nada).

Según Oscar Wilde, el temor a envejecer no es miedo a la muerte, sino la incapacidad para adaptarnos a formas diferentes de sentir la vida.

Los VERDADEROS signos de la edad

Tenemos patas de gallo, ¿y qué? También una vida repleta de risas y momentos divertidos inolvidables. Si el precio de reírnos de todo y a diario es el plano de metro de Londres alrededor de mis ojos, que así sea. La risa proporciona un chute de endorfinas que nuestro cerebro, cargado de estrés y responsabilidades, agradecerá. Relaja, mejora nuestro sistema inmunológico y nuestra capacidad para relacionarnos. Y si tenemos el don de ser autocríticos y llegar al punto de reírnos de uno mismo (un ejemplo, este artículo), ¡mucho mejor! Es un signo indiscutible de desarrollo madurativo, inteligencia emocional y crecimiento personal.

Aquí mujer madura partiéndose de risa tras ver la factura de la luz. (¿Admirable o no?)

Un surco frontal (o en mi caso, el Cañón del Colorado entre ceja y ceja). Dicen que fruncir el ceño (gesto, sin lugar a dudas, de introspección) es el peor enemigo contra una frente lisa, tersa y pulida (como mi encimera). Pues bien, esa arruga que recomiendan rellenar a base de pinchazos no es más que la huella indiscutible de que los humanos maduros abandonamos la impulsividad para acercarnos a la reflexión. Somos analistas, resolvemos conflictos basados en la experiencia y, a medida que más conocimientos y acontecimientos pasados almacenamos, disminuye nuestra capacidad de error. Algunos creen que es intuición, pero simplemente es observación, análisis y deducción: estrategias de una mente inteligente, racional y madura. ¿Recuerdas el primer problema laboral con el que te encontraste? ¿Las vueltas y vueltas que tuviste que darle para encontrar la solución? Probablemente veinte años después no tardarías ni un segundo en resolverlo. Se llama sabiduría, amiga.

Otro talento oculto que se desarrolla con la edad es conservar el peinado de peluquería más de una semana. (¿Superpoder o no?)

Boca de marioneta o líneas que enmarcan nuestra sonrisa y que aparecen por la pérdida de colágeno y elastina de la piel en el transcurso de los años. Estarás conmigo en que el artífice del concepto “boca de marioneta” debía tener la misma sensibilidad que un calamar y un CI cercano al de Monchito. Por suerte, nosotras (mujeres maduras con o sin líneas de la sonrisa) hemos desarrollado una mayor capacidad de empatía, sensibilidad y una personalidad tan bien definida que no necesitamos a nadie que hable por nuestra boca ni maneje nuestros hilos.

Expresión gráfica de una mujer de la tercer edad cuando le dijeron el precio del abono transporte. (¿Envidieja o no?)

Estos son algunos de los signos REALES de la edad madura que descubrí en mí, signos que simbolizan un cambio, signos arraigados a reminiscencias y experiencias que me hacen y te hacen única:

—El principio de un código de barras en el labio superior (recuerdo de esas sesiones maratonianas de morreos en las eras del pueblo de tus padres).

—Esa verruguita que en su día era un lunar tan chic que te hacía sentir la Cindy Crawford del barrio.

—La mancha en el pómulo que apareció en tu primer embarazo y que, lejos de borrarse, va creciendo día a día al igual que tu pequeñín.

—Una barriguita prominente y blandita que a veces sirve de almohada a tus hijos y otras al padre o incluso al gato.

—Unas manos ajadas pero mágicas, que saben curar penas y dolores a base de caricias.

—Todo un cuerpo escrito de la mano de una vida larga, intensa, compleja, a veces fea y otras muchas, bonita; exactamente como esa arruga que he tratado de borrar en mi frente durante estos últimos años.

Una mujer tiene la edad que se merece

Coco Chanel

 

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Este artículo lo ha escrito...

Anita C.

Anita C. (Madrid, 1974). Redactora freelance de moda y belleza y madre de un niño y una niña. No le da vergüenza admitir, que no lleva nada bien lo de cumplir años, ni pasar todas sus tardes... Saber más...