Aquel largo y cálido verano
Aquel largo y cálido verano
Según los telediarios este es el verano más cálido de los últimos treinta años. Yo no sé si hacerles mucho caso, porque todos los años saltan con alguna historia parecida y superamos algún récord mundial… o de temperaturas o de repetición de temas. De todas formas, sobrevivir al verano requiere grandes dosis de optimismo y varias técnicas de supervivencia.
Mi madre dice que este verano está haciendo un calor insoportable y no hay quien esté en ninguna parte. Lo ha oído en la televisión, claro. Yo no hago otra cosa que negarlo, como medida de supervivencia, vamos. Si me convenzo de que no hace tanto calor quizá pueda superar este mes de agosto que me queda en Madrid y llegar cuerda a septiembre. Pero es verdad. Hace mucho calor. Aunque nada que ver con aquellos veranos de mi niñez en Vallecas, días y días sin nada que hacer y que me hacían suspirar para que llegara el mes de septiembre (aclaremos que yo era una empollona y me encantaba ir a clase).
Reconstrucción de la piscina que Rebeca Rus tenía en Vallecas. Pero la suya era en blanco y negro.
La gran mayoría de la gente adora el verano o siente nostalgia de vacaciones pasadas. Yo no. Tuve una niñez feliz, pero sin un duro y, lo que es peor aún, sin un pueblo en el que caerme muerta, por lo que los veranos eran periodos de hibernación, encerrada en una casa en un barrio modesto, con las persianas bajadas para que no entrara el calor. Ni la luz. Todos mis amigos estaban fuera: los más afortunados en la playa, los menos, en un pueblo en el que en algún momento había unas fiestas donde pasárselo teta o, como mínimo, una bicicleta con la que vivir aventuras todo el día y una bajada de temperaturas al caer la noche con la que dormir arropado. En Vallecas no. En Vallecas el calor era constante. Y la soledad también. Leer en esas condiciones era la única solución, siendo la biblioteca de mi barrio el oasis en el que podía refugiarme porque en mi casa no teníamos dinero ni para visitar la piscina municipal y por la palabra “aire acondicionado” sólo nos venía las palabras “factura de la luz que no puedo pagar”. Yo estaba tan desesperada porque pasara algo que me refugiaba en los libros, que dan otro tipo de calor y en los que pasan cosas, aunque sea a otras personas. Era capaz de hacer cualquier cosa con tal de leer algo, lo que fuera. Un día incluso me acerqué a la biblioteca de mi barrio en patines, para ir más deprisa (porque eran las cuatro de la tarde y aquello parecía la travesía por el Gobi) y me despeñé en una cuesta interminable frente al mercado de Doña Carlota. Cuando entré en el edificio mis rodillas chorreaban sangre y las pobres bibliotecarias pensaron que me había atropellado un coche. Pero lo único que me atropellaba era el puritito aburrimiento y las ganas de leer otra cosa distinta a la que tenía en casa. Aunque fuera el Diccionario de Mitología Griega, que releí dos y tres veces.
Reconstrucción de cómo Rebeca Rus bajó con prisas a la biblioteca y se pegó un leñazo.
Sí, mis veranos eran un coñazo. La gente se iba a la playa o a su pueblo o a hacer puñetas, pero yo y mis hermanos ni eso.
Los veranos de antes eran dos meses asfixiantes y lentos, lentos, lennnnnnnnnntísimos.
Hoy en día las cosas han cambiado y afortunadamente puedo permitirme el lujo de pasar unos días viajando, en la playa o hasta refugiarme en la piscina. Pero los veranos siguen teniendo ese punto de aburrimiento supino mezclado con las temperaturas agobiantes que alcanzamos en Madrid gracias a nuestra privilegiada posición geográfica (sigh) y al apoyo del asfalto recalentado (qué majo). Además ahora tengo que entretener a dos niñas pequeñas que, pasado el alboroto de los primeros días de vacaciones y tras unos días en la playa, regresan a casa y se aburren como monos. El resultado es que amenazan con montar un tifón de juguetes en su habitación o con dar un golpe de estado en el salón y obligarnos a ver Disney Channel todo el día. Y yo, señores, me niego.
No quiero que el verano sea una sucesión de días aburridos, donde terminamos emulando a las integrantes de La Casa de Bernarda Alba en una competición sobre aburrimiento mortal y asfixia mental.
Así que me he inventado una serie de normas para sobrevivir al cálido y largo verano en una ciudad que espero me ayuden a sobrellevar mejor todos los días que me quedan hasta que la rutina vuelva a su lugar. Pero, lo que es más, que espero que me ayuden a aprovechar este periodo normalmente muerto del año, para aprender, mejorar, pasar un buen rato y mejorar como personas. Espero que algún día mis hijas me lo agradezcan (o el psicólogo les explique que su madre tenía horror vacui al verano). Las he dividido en momentos del día.
1.- Las mañanas son para faenar.
Con la fresca, como dicen los abuelos, se trabaja mejor, siendo la fresca esas primeras horas de la mañana donde cuesta menos hacer cualquier cosa y no la ligera de cascos del barrio. En mi largo y cálido verano dedicamos las mañanas a hacer todas esas cosas que durante el resto del año no tenemos tiempo de hacer. Cosas como ordenar los papeles, limpiar la casa de todos los trastos que hemos ido acumulando durante el resto del año, poner bonito ese álbum de fotografías, experimentar en la cocina con alguna receta que llevamos meses deseando hacer o empezar un proyecto nuevo, como una novela (mis hijas también escriben, por supuesto). También, y aunque no sea tan glamuroso, es el momento para limpiar, ordenar, hacer los deberes de verano, etc. A lo tonto se nos pasa medio día y encima no sentimos que hemos perdido el tiempo.
2.- Las sobremesas son para siestear, hacer maratón de cine o leer algún clásico.
Una de las obsesiones de mi vida es que no quiero que mis hijas sean unas analfabetas culturales, así que aprovecho la hora tonta de después de las comidas para hacer algo relajado pero que aporte. Ver clásicos del cine, por ejemplo. Con eso no me refiero a que les obligo a ver Casablanca o Qué bello es vivir, pero sí La Guerra de las Galaxias, Los Goonies, Todo en un día, Con faldas y a lo loco, Sabrina o Indiana Jones y el templo maldito. Porque algún día me agradecerán tener referentes culturales. Y el día que no tenemos ganas de sumergirnos en una película leemos. Y no hace falta que sean grandes obras maestras de la literatura. Descubrir Asterix a tus hijas también tiene su encanto.
Stand by me es la película perfecta para demostrarles a tus hijas que antes los veranos se vivían de otra forma.
3.- Las tardes son para jugar y para pasear.
Cuando el sol empieza a caer podemos salir a la terraza a echar un Monopoly como en los viejos tiempos o animarnos a sacar la patita a la calle y ver si el asfalto sigue echando humo. Dar un paseo suele ser causa de peleas porque a ninguna de mis hijas le apetece salir de casa en esas condiciones, pero una vez que llegamos a una zona ajardinada o callejeamos hasta el parque, se olvidan de que están haciendo ejercicio.
4.- Las noches son para terrazear.
Yo no sé por qué, pero todo sabe distinto en una terraza, aunque tu terraza tenga el tamaño de un armario trastero. Estoy segura de que este año los anuncios de IKEA han hecho a más de uno replantearse que estaba desperdiciando un pequeño rincón de paraíso en su propia casa. El pollo rebozado de todo el año sabe más rico en la terraza y si te pones ya en modo vacaciones, sírvelo con una jarra de sangría casera, pan tostado untado con ajos y tomates y pensarás que estás en otro sitio. En una terraza de verdad.
Ikea me ha ayudado a volver a enamorarme de mi terraza.
5.- Los fines de semana son especiales.
Vivir en una gran ciudad tiene bastantes ventajas, aunque la mayoría de los que vivimos en ella no solemos aprovecharlas. Pero me da muchísima rabia darme cuenta de que cuando viajo a cualquier capital europea no dejo museo sin pisar ni exposición sin visitar y que aquí no hago lo mismo. Así que me he prometido a mí misma que voy a hacer de turista en mi propia ciudad. A salir y visitar barrios desconocidos, a ir a ese bar del que hablan tanto, a moverme y a conocer como si estuviera en París, Londres o Praga.
Nosotros nos apuntamos corriendo a la exposición del espía más famoso al servicio de Su Majestad.
Estas son algunas ideas para sobrevivir al tedio, pero espero las vuestras. Si tenéis alguna técnica de sobrevivir al sopor y al aburrimiento de las largas y cálidas tardes de verano os agradeceré cualquier comentario. Porque sí, el verano mola pero sólo cuando estás de vacaciones.
Este artículo lo ha escrito...
Rebeca Rus (Madrid, 1974) es creativa publicitaria, escritora, columnista y responsable de la sección de cocina de la Revista Cuore. Es la autora de los libros "Sabrina:1-El Mundo:0", "Sabrina... Saber más...