Mi guerra contra los piojos

Mi guerra contra los piojos

¿Qué son los piojos? ¿De qué galaxia provienen? Su plan de invadirnos ¿sólo afecta al pelo de nuestras cabezas? ¿Están mutando? ¿A qué dedican el tiempo libre? Y, lo más importante, ¿cómo puedo conseguir librarme de ellos? La verdad es que no puedo responder a ninguna de estas preguntas pero sí compartir con vosotros todas las soluciones que he puesto en práctica para acabar con esta plaga en mi vida.

Durante los primeros doce años de mi vida asistí con frecuencia a la guardería y al colegio. También fui a las colonias en verano, pasé un mes en un campamento en la sierra, dormí en tiendas de campaña chungas y me pasé largas temporadas en las casas que algunos de mis amigos tenían en sus pueblos. Incluso viajé una vez en una litera de un Talgo que no se distinguía por su limpieza precisamente.

Y nunca, nunca, jamás pillé piojos.

Sin embargo, desde hace cuatro años mis hijas se contagian de piojos cada dos por tres, independientemente de la época del año de la que estemos hablando y, antes de que nos demos cuenta, todos en la casa acabamos con algún asqueroso bicho en la cabeza. 

Auto-retrato del día en que descubrí que yo TAMBIÉN tenía piojos.

Mi farmaceútica de cabecera está plenamente convencida de que los piojos del siglo XXI son una nueva especie que ha nacido en los laboratorios de las grandes multinacionales (que para ella son un equivalente a la siniestra organización Spectra) como parte de su estrategia para hacerse inmensamente más ricos (aún). Por eso da igual si es invierno y hace un frío que pela. Por eso da igual ya que lleves el pelo teñido. Por eso parecen inmunes al vinagre y al árbol de té. Nada parece detenerles.

En mi guerra contra los piojos quien va ganando, por el momento, es la economía mundial y la farmacia de mi barrio.

 

La primera vez que mi hija mayor se contagió tenía cuatro años y me pilló de sorpresa, aunque la sorpresa fue mayor cuando acudí a la farmacia a comprar el Filvit de toda la vida y descubrí que costaba una millonada. Pagué convencida de que valdría la pena si conseguía librarme de “aquello”. Volvimos a casa, nos leímos las instrucciones varias veces y aplicamos el tratamiento al pie de la letra. A continuación, sentamos a nuestra pequeña sobre una toalla blanca y nos pasamos horas peinándola con una liendrera porque, como sabréis, el champú no acaba con las liendres y hay que quitarlas manualmente.

A las dos semanas los piojos volvieron a aparecer.

A pesar de que repetimos el tratamiento varias veces y que, cada vez nos tirábamos más tiempo buscando liendres, durante dos meses el resultado fue que no acabamos con la plaga. Y que le estropeamos el pelo tanto que tuvimos que cortárselo al llegar septiembre. Y gastarnos otra pasta en unas mascarillas especiales para repararlo.

El asunto me obsesionó tanto que me dije a mí misma -en plan Scarlett O´Hara- que “ jamás volveríamos a tener piojos en casa”. Decidí prescindir de las armas químicas en esta guerra que estaba iniciando y analicé con frialdad todo el armamento que la industria me ofrecía.

Acabé comprando una liendrera eléctrica, que viene a ser un equivalente de la silla eléctrica para piojos.

Las liendreras eléctricas más modernas del mercado deberían venir con un "cura piojo confesor" incluido.

Como imagináis la tuve que usar intermitentemente durante aquel curso escolar. Con escasos resultados y muchas peleas entre mis niñas y yo, hartas de pasarse horas sentadas mientras yo les daba tirones con aquel aparatejo de sonido insufrible. Y, encima, seguían saliendo piojos.

Tuve que cambiar de estrategia y me pasé al ataque preventivo. Lo probé todo: friegas con vinagre, árbol de té, misas negras, etc. Si a alguien le había funcionado ¿por qué no a nosotros? Pues por la misma razón por la que a algunas personas les pican más los mosquitos que a otros. Mi hija mayor tenía, no sólo una predisposición a hacerse con todos los piojos que hubiera en las inmediaciones, también tenía una melenaza, es decir, el equivalente a un hotel cinco estrellas para cualquier diminuto bichejo inmundo. Encontrar un piojo en su cabeza era tan difícil como encontrar a Wally con cinco copas de más.

Un piojo cualquiera de los que habitan el precioso pelo de mi hija.

A estas alturas de la historia estaba quizá un pelín obsesionada con el asunto. Hablaba largo y tendido de ello con todo el que se me cruzaba, en Facebook, en Twitter, en la piscina… Cuando la gente veía que me acercaba, salían huyendo en dirección contraria (a no ser que tuvieran cierto interés en ampliar sus conocimientos en estrategia militar y en los trabajos del general Sun Tzu, autor de El arte de la guerra).

La desesperación me llevó a hacer cosas absurdas, como aquella vez que detuve a un piojo y me pasé horas interrogándole, pero el sujeto resultó ser fuerte de espíritu, resistente a mis sistemas de tortura mental (le puse Yo soy aquel de Raphael una y otra vez) y no conseguí que soltara ni una sola palabra.

Llevo meses entrenándome para ganar la próxima batalla al general piojo.

Estaba claro: necesitaba la ayuda de profesionales.

Busqué en Google pero por el concepto “francontiradores de piojos” no apareció nada, así que acudí a una clínica especializada en despiojización, donde me cobraron la friolera de treinta euros por enchufar a mi hija a una aspiradora de piojos y quitarle todas las liendres. Pensé que aquello era el fin.

Me equivoqué, por supuesto.

Porque apenas han pasado cinco meses y ya volvemos a tener piojos. De momento, hemos cerrado las fronteras y tenemos controles diarios (el equivalente a pasar la liendrera todas las mañanas antes de que las niñas vayan al cole, para interceptar a todos los rebeldes que intentan escabullirse). También practicamos la guerra química semanalmente: metemos a las niñas en la bañera, las embadurnamos de mascarilla hidratante para el pelo, les ponemos un gorro de ducha y esperamos a que los piojos se queden sin aire. También estamos pensando en negociar con ellos. Pero, como hasta ahora nos estábamos saltando toda la normativa de la Convención de Ginebra sobre los derechos de los prisioneros en plan “el Pirata Roberts no deja supervivientes…”, los piojos desconfían.

En resumen: que ya no sé qué hacer, pero no estoy dispuesta a rendirme.

Y… vosotros ¿cómo vais en la guerra contra los piojos?

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Este artículo lo ha escrito...

Rebeca Rus

Rebeca Rus (Madrid, 1974) es creativa publicitaria, escritora, columnista y responsable de la sección de cocina de la Revista Cuore. Es la autora de los libros "Sabrina:1-El Mundo:0", "Sabrina... Saber más...