La erótica de hacer croquetas

La erótica de hacer croquetas

La erótica de hacer croquetas

Enciendes la tele y aparece una señora con pelazo y unas grandes gafas negras que intentan ocultar su identidad mientras dice con una voz distorsionada: «Me gustan las croquetas». No, esa señora no es Isabel Pantoja, soy yo.

Que sí, que me gustan las croquetas. Me gustan casi todos los sabores: setas, cecina, pollo con cosas, puerro con queso de cabra, queso azul y nueces, jamón serrano, de cocido, de gambas, de sepia… Ay, qué hambre. Me gustan más redonditas que en forma de zurullito. Me gusta comérmelas en dos veces. Me gustan templadas. Me gusta que la bechamel esté suelta y parezca derretirse en mi boca. Me gusta más comerlas que hacerlas. Me gustaba, mejor dicho. Me gustaba poco hacerlas hasta que apareció EL HOMBRE que me enseñó a hacer CROQUETAS.

Hacer croquetas no es lo mismo que hacer la croqueta aunque también me hubiese gustado.

Ayer me acordé de él mientras hacía croquetas. Supongo que eso lo más bonito que alguien te puede decir. He hecho croquetas y me he acordado de ti. Maravilla. Es como regalar una camiseta de «alguien que me quiere mucho ha estado en Mallorca y se ha acordado de mí y me ha traído una camiseta horrible porque se le olvidó comprarme algo y es lo único que encontró en el puerto» pero en plan bien. Sí, es una movida. Pero así fue. Volví a verle con esas trazas de anti-cocinero de éxito pulcro y perfecto que solía tener. Un delantal a cuadros, una camiseta vieja, calzoncillos a rayas y calcetines azul marino con bolitas de tan viejos. Volví a verle sacando media nevera y llenando la encimera de ingredientes que yo no sabía ni que existían. Volví a verme mientras me desabrochaba los botones del vestido, desvistiéndome sin prisa y poniéndome con exquisito cuidado un delantal mellizo al tuyo.

Yo no sé cómo podéis seguir leyendo sin quitaros la ropa.

«Me apetecía muchísimo hacer esto contigo». Uf. UF. Y a mí. Bueno, en realidad no le dije nada, solo sonreí en plan digno aunque en el fondo estaba haciendo ese maldito gesto que tanto odio pero que tantas veces aparece en mi mente de Ace Ventura. Si hubiese abierto la boca en aquel momento, solo me hubiese salido un «TE DABA MUY FUERTE». Encendió el fuego y colocó la sartén. Cogió la mantequilla entre las manos y me pidió que le pusiera un poco ahí pero antes comprobó que estaba caliente (la sartén, no yo) y casi se quema (él, no la sartén). Echamos bien de mantequilla (unos 2 o 3 dedos de un bloque) y nos dejamos derretir (la mantequilla y yo). Sacamos la harina y aquello fue una fiesta, un puñado cada uno en la sartén y con lo que nos sobró en las manos nos dibujamos cosas aleatorias en la cara y en los brazos. Nos dimos un beso que supo a trigo y mientras él ponía todo su arte agitando la varilla, yo me apoyaba en su espalda. Me explicaba cosas, que si la harina debe fundirse con la mantequilla hasta formar una masa, que si tienes que dejar que la masa luego se cocine, que si sabrás que está lista cuando quede algo parecido a un puré. Pero yo no prestaba atención, estaba embobada mirando como le daba duro a la varilla sin parar, con mimo pero sin parar.

Dale duro, papi.

Un «¿me sacas la leche, por favor?» me sacó de la espiral en la que estaba metida. Sí, chef. Añadimos lentamente la leche. Ahora el ritmo de la varilla lo llevaba yo. Despacio, un poco más rápido, despacio, más rápido… «Vamos Paula, lo estás haciendo genial, ya casi está. No pares de darle» me decía al oído mientras yo me hundía en esa bechamel. Sal. Pimienta. O nuez moscada, no sé. Yo qué sé, le estaba mirando el culo. Él cortaba el jamón serrano muy pequeño mientras yo metía el dedo donde no debía. Y me quemé, por supuesto. Bajamos el fuego (el de la sartén) y añadimos el jamón. Removimos la mezcla mientras nos mordíamos el labio (cada uno el suyo). Apagamos el fuego y volcamos todo ese amor en un recipiente. «Para saber si está bien hecha –decía- tienes que darle palmaditas…». Azotar, entiendo. «Si no se pegan los dedos, es que está bien hecha». Primero él y luego yo. Chof, chof. Muy rico. Muy sexy.

«Ahora hay que dejarlo un rato que se enfríe», decía mientras nos calentábamos más. A tomar por culo las croquetas, pensaba yo todo el rato. Tapamos la masa croquetil con un plástico, recogimos malamente y me subió a la encimera. Volvió a subir el fuego. Busqué los huevos y le dimos bien fuerte a la varilla. Esparcimos el pan rallado como si fuesen polvos mágicos y empezamos a rodar. Formas imperfectas hechas con prisa. Su huevo, mi pan rallado y un turista en mi culo.

El resto ya os lo imagináis, banquete de croquetas y tetas.

Disculpadme si he sido un poco perezosa con las medidas, los tiempos y las temperaturas (de la receta, digo) pero es que las croquetas me confunden. Y los hombres que cocinan sin utilizar el microondas más.

Luego tuvimos que limpiar, no todo iba a ser follar.

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Este artículo lo ha escrito...

Paula Campos

Paula Campos (Valencia, primavera del 88) es publicista y odiater. Parece normal, pero no. El día más feliz de su vida fue cuando su hermano puso como sugerencia del chef en un restaurante de... Saber más...