Testimonios de una adúltera capilar

Testimonios de una adúltera capilar
Soy un ser intrépido. La versión coqueta y sedentaria de Indiana Jones, eso está claro. Me gusta vivir al filo de lo imposible, jugándome el pellejo a cada segundo. Peligro como forma de vida, sí señor. Mis proezas, sobre las que sé que algún día harán una película, son múltiples, pero la más temeraria, con diferencia, es ese momento en el que, arriesgando mi propio bienestar… voy a la peluquería.
Seamos claros: en los últimos diez años he protagonizado los mayores desastres capilares del país y parte del extranjero. Soy una kamikaze capilar; sé de lo que hablo. Cada vez que voy a que me arreglen el pelaje, ando con el culo apretado (que ni el bigote de una gamba…) desde que salgo de casa hasta que veo el resultado.
Y es que hay que ser valiente para sentarte en uno de esos sillones que se parecen sospechosamente a una silla eléctrica y decirle a alguien armado con unas tijeras: “córtame sólo las puntas”.
Ven, cariño, sólo la(s) puntita(s)...
La última vez que fui a la peluquería me planteé demasiado seriamente raparme la cabeza y comprarme una peluca rosa. ¿Por qué rosa? Ya se sabe, coloraterapia; igual así me sentía mejor. Me atendió Marlene, que medía cerca de los dos metros y con cuyas manos me podía matar de un tortazo. Iba peinada como Marilyn Monroe… llamadme suspicaz, pero algo en mi interior me dijo que aquello no iba a terminar bien. Y no… terminó conmigo con el pelo de tres colores (ciruela antiestreñimiento, rojo infierno y naranja paja) y el aspecto de alguien que ha teñido una zarigüeya muerta y se la ha pegado al cráneo. El día siguiente en la oficina nadie hizo comentarios, pero no hacía falta… sobre todo cuando mi flequillo, con el mismo aspecto que un cepillo de limpiar los azulejos, miraba desafiante a los caminantes.
Durante un tiempo pensé que en mi anterior vida hice algo horrible a una peluquera y que el mal karma me perseguía desde entonces. Solía decirme a mí misma que sería una carambola magistral del destino que mi próxima reencarnación decidiera montarse un salón de belleza. Me imaginaba haciéndolo con fines totalmente maléficos y eso equilibraría el cosmos capilar.
Bajo el nombre de mecha californiana se han perpetrado lo más horribles crímenes de los últimos años.
Y es que creo que he sufrido todo tipo de vejaciones peluquerísticas por culpa de mi nula habilidad para explicar qué es lo que quiero. Una vez le dije a la chica que me gustaría un look que recordara al de Amelie y terminé con la nuca como la teniente O’Neal. Mal karma, está claro.
Este fresquibiri que me entra por la nuca… ¿qué será?
Y es que, pensadlo, nos dejamos en manos de una persona que no nos conoce y que lleva todo el día respirando efluvios de amoniaco y agua oxigenada y al que, seguro un montón de marujas han martirizado durante buena parte del día. Suena peligroso y es peligroso, pero no nos queda otra porque ellos son los profesionales. Es una lección que toda mujer debe aprender: ellas saben, tú no. La única opción restante es jugar a ser Dios en casa y tratar de arreglarnos a nosotras mismas con las tijeras de cortar papel y un espejito. Y, querida, eso nunca termina contigo con un look espectacular a lo estrella de Hollywood… a lo sumo acabas como Miley Cyrus.
Me vi unas puntas abiertas y me líe, me líe, me líe…
Una vez dejé que una de mis mejores amigas, de profesión abogada, me cortara el pelo. Cuando fui a la peluquería como quien acude a urgencias, dijeron que parecía que me lo había roído una rata mientras dormía… y tenían razón.
Lo cierto es que la culpa es totalmente mía. Soy una de esas mujeres de peluquería itinerante. Soy infiel, señores. Una adúltera del cabello. Aunque he decidido que ya he arriesgado suficientemente mi vida en ese aspecto y voy a lanzarme en brazos de la monogamia peluquera. He encontrado a alguien del que fiarme por fin y he aprendido la lección: para ciertas cosas es mejor dejarse en mano de profesionales.
Y tras mucho pensar sobre el tema y con el deseo de conseguir la paz en el mundo y que nuestra vida y la de nuestras peluqueras sea mucho más feliz, ahí van un par de buenos consejos.
- Cuidado con las expectativas: mi último error fue llegar a la peluquería con una foto de Jessica Alba. “Quiero este pelo”. Claro, y de paso ponme también su tipito y la casa en Malibú, por favor. Lo cierto es que no me parezco ni en el blanco de los ojos. Pensar que el resultado me iba a acercar a su aspecto es una estupidez, sobre todo porque esa chica debe pesar lo mismo que uno de mis muslos. Lo de llevar fotos de famosas para copiarles el look es peligroso.
- Cuidado con los experimentos en casa. Detrás de casi todos mis desastres he estado yo, cual alquimista, mezclando colores sin ton ni son en mi casa. Manolete… si no sabes tintar, pa qué te metes.
- Cuidado con las modas y las mechas californianas. Bajo el nombre de mecha californiana se han perpetrado lo más horribles crímenes de la estética de los últimos años.
Sé buena clienta; sonríe y sé amable. Ella es la que manda allí. Es su territorio y está armada.
Este artículo lo ha escrito...
Elisabet B. (Gandía, 1984). Trabaja en una oficina muy azul en la que se habla de comunicación corporativa; cuando sale corre a alimentar a sus dos gatos gigantes. Le encantan los zapatos, las... Saber más...