Ese campo de minas llamado Navidad

Ese campo de minas llamado Navidad

Cada año que pasa la Navidad acaba un poquito más con mi espíritu navideño. Comilonas a las que no puedes faltar, fiestas que organizar, listas interminables de regalos que comprar, llamadas obligatorias que hacer, villancicos cantados por David Bisbal… No es raro que me enfrente a estas fechas como quien tiene que atravesar un campo de minas: en plan “lo atravieso corriendo y que sea lo que Dios quiera”.

Cuando eres pequeño la Navidad es esa época maravillosa en la que tus padres te llevan de acá para allá sin que tú tengas que preocuparte de nada,  sin más obligaciones que pasártelo bien, comer turrón Suchard a porrillo y recibir regalos. No es extraño que sea una de las épocas más mágicas del año y que esté asociada a un montón de buenos recuerdos de nuestra infancia. Pero según vamos creciendo las responsabilidades van empañando nuestro espíritu navideño hasta convertirlo en un trapo deslucido que ni siquiera vale para reciclar.

La Navidad es como un campo de minas en el que es más fácil perder un miembro de tu familia que acabar desmembrado.

No creo estar siendo exagerada cuando digo que sufro el Síndrome “Nightmare before Christmas”. Un ataque agudo de estrés provocado por las interminables sesiones de búsqueda de regalos para todos y cada uno de los miembros de mi familia, las palizas que me doy cocinando y preparando la casa para las fiestas, las múltiples reuniones familiares, laborales y de otro calibre y la posibilidad de terminar el mes de enero en números rojos (muy grandes).  Tampoco creo estar exagerando cuando reconozco que cada vez que alguien me dice por teléfono la frase “tenemos que vernos” me ponga hecha un flan. Pero está claro que no tenemos otra opción: hay que echarle valor, mirar al frente, avanzar con cada escollo y rezar para no pisar ninguna mina. Y con minas, por supuesto, me refiero a cada uno de los ingredientes altamente inflamables y escasamente inevitables de los que está formada la Navidad. Para mí estos son los más peligrosos:

El encaje de bolillos

A principio de diciembre se juega una batalla estratégica donde hasta Napoleón lo tendría crudo. La batalla comienza un día cualquiera, cuando de repente tu pareja te pregunta algo tan inocente como “Y este año ¿con quién nos toca celebrar la Navidad? ¿Con tus padres o con los míos?”.

Mierda.

Hace algunos años la respuesta hubiera sido fácil, pero ahora que la familia ha ido creciendo más y todos tenemos otras familias políticas que atender encajar todas las citas requiere conocimientos de Diplomacia y Relaciones Internacionales al Más Alto Nivel. Porque dudo mucho que organizar una Cumbre del G20 sea más complicado que decidir si vamos a cenar este año en Nochebuena con mis padres o con los suyos. Para tomar correctamente esa decisión dependemos de lo que hagan mis hermanos y de lo que hagan los suyos, quienes, a su vez, dependen de lo que hagan los familiares de sus parejas, quienes a su vez dependen de lo que hagan otras personas cuyo nombre ni sé.... y así en un círculo infinito cada vez más embrollado.

Como yo no tengo asesores como Angela Merkel, tengo que levantar el teléfono en persona y empezar una larga ronda de llamadas para hablar con otros líderes familiares. Las negociaciones son largas, complicadas y se interrumpen constantemente para hacer consultas externas con nuevos parientes, que pueden decidir apuntarse a esta u otra cita, complicándolo todo aún más y haciendo que quiera morir ahogada en litros de Anís del Mono. Cuando, tras dos semanas con las agendas abiertas, conseguimos hacer ese maldito encaje de bolillos, todos suspiramos de alivio. Pero no hay razones para pensar que ya está todo solucionado porque puede que ese pariente tan querido que vive en la Otra Punta del Mundo nos anuncié de repente que sólo puede estar tal día con nosotros y desbarate todos nuestros planes. Y vuelta a empezar. Me río yo del G20.

 


Entre quedar mal con mi familia o con mi familia política yo elijo esto. 

 

Las comidas pantagruélicas

Para los que somos glotones como yo, la Navidad es la única época del año donde está bien visto sacar a la luz nuestra principal afición en esta vida. Las primeras semanas son el paraíso. Si estás a dieta la mandas a paseo. Nunca pides postre, pero ahora te animan a que lo hagas. Te llueven las invitaciones para ir a cócteles, meriendas y copas gratis. Y no hay casa que visites en la que no haya bandejas por todas partes llenas de turrón, polvorones, mazapanes… para que puedas coger todo lo que quieras. Todo el tiempo. Pero, reconozcámoslo, a ese ritmo cuando llega la cena de Nochebuena ya estás un poquito perjudicado. Aún así le das duro a los langostinos, al jabugo y ese cordero tan estupendo que prepara tu madre/suegra. En Navidad comienzas a notar como que algo no va bien, tus jugos gástricos llevan días trabajando como locos. No eres tú, es tu bazo (o lo que queda de él). En Nochevieja se te atragantan las uvas. Y en Año nuevo, las cañerías. Y todavía nos queda el día de Reyes. ¿El resultado? Dos indigestiones, un ataque de gota, cinco kilos más y seis meses de penitencia comiendo verde a mansalva y en crudo.

Después de la comida de Navidad la muerte por asfixia de espinacas hasta te parecerá una buena idea. 

 

La lista interminable de regalos

Para los niños, para tu pareja, para tus padres, para tus suegros, para ese cuñado que acaba de aterrizar en la familia (y del que sólo sabes que se llama Paco y trabaja de cartero), para tu Amigo Invisible, para tu amiga Ali, con la que tienes siempre un detallito…

Más madera.

Más regalos.

Te dan miedo los números rojos pero no sé si tanto como enfrentarte a esa horda de ciudadanos desquiciados, dispuestos a pasar por encima de tu cadáver, si es necesario, para hacerse con la última unidad del juguete de moda. El extracto de la tarjeta que vas a recibir en enero te produce pesadillas, pero lo que realmente te está provocando ese insomnio tan atroz es que apenas tienes una semana y no has comprado nada de nada. El tiempo se acaba: tic tac, tic tac... O puede que la razón por la que te estás quedando calva es que ya no tienes ideas, tu cerebro está seco como un limón exprimido y cada vez que alguien pronuncia la palabra “regalo” sientes la necesidad imperiosa de matar. O de suicidarte cuando recibas ese regalo imposible (aunque hay otras opciones)

Y luego está ese “tic” en el ojo.

Ñej, ñej.

 


A Dios pongo por testigo que nunca más volveré a sugerir lo de "hacernos un Amigo Invisible".

 

La cena de la empresa

Ir de visita al Averno me produciría menos espasmos nerviosos. Si bien es cierto que hace algunos años, cuando era joven e irresponsable, la fiesta de Navidad de la empresa era una estupenda ocasión para emborracharme a cosa de otro y con champán del caro, hoy en día ni siquiera un Moët&Chandon Ice Impèrial para mí solita lo compensa. La triste realidad es que, con fiesta de Navidad o sin ella, al día siguiente yo tengo que ir a trabajar con el cerebro hecho puré y el estómago iniciando su propia revolución bolchevique. En esas condiciones no soy capaz ni de encender el ordenador, no digamos redactar ese texto que mi cliente está esperando urgentemente y del que depende una inversión millonaria en medios (¿adivina quién es la responsable de que todo se vaya al carajo?).

Además, antes se me perdonaban ciertos pecadillos delante del jefe. Al fin y al cabo era la "pipiola" de la empresa. Pero ¿hoy? ¿Con cuarenta años? Nada de lo que haga o diga va a ser mirado con condescendencia y mucho menos si me subo a la mesa a enseñar cacha mientras hago el ridículo a lo “Bridget Jones”. Vamos, que tienes que ir a la fiesta, socializar y ser simpática con todo el mundo sin el alcohol como anestesia y aparentar que te lo estás pasando bien… pero sin pasarte. Un complicadísimo equilibrio que sólo los más expertos en relaciones sociales pueden conseguir.

Pero puede ser peor…

Puede que en tu empresa alguien tenga la brillante idea de organizar una fiesta de disfraces. Una horrible fiesta de disfraces ambientada en, por ejemplo, los años 70. ¿Creen ustedes con todo lo que tengo que hacer, con la que se me viene encima, tengo yo tiempo para organizarme con algún compañero y hacerme con un traje de Cher? ¿Creen ustedes que a estas alturas de mi vida tengo yo ganas de atravesar el centro vestida con plataformas y con la que está cayendo? 


Ten cuidado con las ideas que propongan tus compañeros de departamento. Ir disfrazados a juego nunca es una buena idea.

 

El moñismo

Creo que no hay nada tan efectivo para que mis neuronas se inmolen que entrar en el Carrefour y disfrutar de una sesión agotadora de compras ¡mientras escuchas esas vocecillas infantiles tatareando Campana sobre campana en bucle! Pero podría ser peor... podría ser Bisbal. O Chenoa. O Bustamante. O cualquier famoso de turno. Da igual dónde se pose tu vista o dónde se concentren tus orejas, la Navidad lo ha invadido todo. Hasta tus redes sociales están inundadas de mensajes moñas y todo el mundo parece estar pasándoselo mejor que tú. Todo el tiempo. Incluso en la fiesta de la empresa. A pesar de las indigestiones. Sin importarles los números rojos. Encajando como señores el encaje de bolillos de los compromisos familiares. Los matarías a todos también.

 

La lista de propósitos de Año Nuevo

Ya hablé de este tema aquí hace aproximadamente un año y no sólo sigo pensando lo mismo sino que me he dado cuenta de que este año no soy capaz ni de sentarme a escribir la lista de la compra. Como para replantearme mis objetivos de Año Nuevo y dar un giro radical a mi vida. El giro verdaderamente radical sería pasar de todo, mandarlo a la porra y largarme a las Bahamas, pero no puedo hacerle eso a mis hijas (a mi madre directamente le daría un chungo). En resumen, que mi único propósito de Año Nuevo es llegar cuerda a él.

 

Ah. Y luego, por supuesto, está el Apocalipsis Post-Party. 

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Este artículo lo ha escrito...

Rebeca Rus

Rebeca Rus (Madrid, 1974) es creativa publicitaria, escritora, columnista y responsable de la sección de cocina de la Revista Cuore. Es la autora de los libros "Sabrina:1-El Mundo:0", "Sabrina... Saber más...